CRÍTICA: “La Quimera” (“La Chimera”)
Lo mundano contra lo divino.
La Real Academia Española (RAE) define quimera en su segunda acepción como “aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo”. Un ejercicio para elucubrar o retrotraerse a una situación distinta a la que se está viviendo sobre el que Alice Rohrwacher, la directora detrás de Lazzaro Feliz, hace pivotar esta nueva película.
Una cinta embriagada por la lírica con la que la directora italiana presenta al espectador el ya de por sí metafórico y cargado de notaciones simbólicas guion escrito por ella misma. Un guion capaz de convertir la Italia más profunda y rural en un protagonista más, y que cuenta la historia in media res de Arthur (Josh O’Connor), un complejo arqueólogo con el poder de identificar las trazas y conexiones con el más allá, que trata de buscarse la vida junto con sus compañeros – la autodenominada banda de ‘tombaroli’ – saqueando las tumbas de los ancestros de sus vecinos.
Como si de un zahorí con la capacidad de conectar con el más allá se tratase, Arthur recorre en La Quimera un viaje hacia la sanación motivada por la pérdida de un ser querido. Un viaje que lo adentra no sólo en las tumbas que saquea, sino en los recuerdos oníricos que le conectan con un pasado mejor, y con una compañía que ya no puede disfrutar. Una quimera en forma de la mujer que una vez amó pero que perdió, y que aporta a toda esta cinta un sentido y sensibilidad que Alice es capaz de manejar y transmitir a las mil maravillas.
Con un continuo contraste entre lo mundano y lo divino plasmado a través de las motivaciones de los protagonistas, la directora italiana nos presenta una serie de personajes que lejos de parecer estar a años luz los unos con los otros, todos y cada uno de ellos comparten un factor común. Todos poseen una quimera fácilmente identificable. Una quimera que los hacen avanzar a lo largo de los 130 minutos que componen el metraje final de la película, y que Alice dibuja de manera concienzuda y pasional gracias al ritmo lento y contemplativo con el que dota a La Quimera.
A base de largas escenas donde el personaje de Arthur interactúa con el modesto y precario entorno que le rodea, la directora consigue atraer al espectador hacia el lado más íntimo del personaje, el cual es observado por el espectador a través de los planos cortos y cerrados con los que se nos muestra al personaje de Josh O’Connor (Challengers), encapsulando toda la complejidad emocional que este vive. Un O’Connor que se desnuda (sentimentalmente hablando) delante de la cámara para brindarnos una sentida interpretación cargada de matices gestuales, y que es transportado a la Italia de los años 80 – al igual que el espectador – gracias a la fotografía apagada de Hélène Louvart (La hija oscura), la cual recuerda al cine europeo de finales del siglo pasado.
Un cine que trataba de mostrar el lado más humilde de un pueblo sacudido por la pobreza y la adversidad, y que La Quimera rescata para potenciar ese aura taciturna y triste que sobrevuela la película. Una tristeza de la que Arthur trata de huir de manera casi inconsciente a través de la exposición continua a aquellos rincones que le mantienen en contacto con la mujer que una vez amó. A aquellos rincones que le conectan con el más allá, y que impregnan a La Quimera de un realismo mágico a la altura del de García Márquez. Las tumbas y los ajuares funerarios.
Un realismo mágico capaz de hacer plausible lo inverosímil, convenciendo al espectador a medida que va avanzando la cinta de que lo que está viendo es algo tan mundano y terrenal como la vida misma a medida que va avanzando la cinta.
Todo ello convierte a La Quimera en una profunda y metafórica película cargada de añoranza y cariño, otorgada gracias a la dirección lírica realizada por Alice Rohrwacher. Una cinta cuya sutileza en lo emocional recuerda a películas como Aftersun, siendo capaz de ablandar el corazón del espectador.
NOTA: ★★★★☆
“LA QUIMERA”, YA EN CINES.
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