CRÍTICA: «Nickel Boys» («Los Chicos de la Nickel»)
La nominada al Óscar a la Mejor Película más experimental en años.

Merecía pasar por los cines, pero Nickel Boys, una de las diez nominadas a la Mejor Película en los Óscar 2025, ha aterrizado directamente en Prime Video, y a tan solo unos días de la ceremonia. Algo, por desgracia, cada vez más habitual en la era del streaming. Su estreno, casi de tapadillo, remite al de American Fiction el año pasado, la que fue una de las contendientes al Óscar a la Mejor Película y que, sin haber pisado las salas españolas y con estreno directo también en Prime Video, se llevó la estatuilla al Mejor Guion Adaptado, categoría a la que también opta esta Nickel Boys, basada en la novela homónima de Colson Whitehead.
The Underground Railroad le valió a Whitehead su primer premio Pulitzer y Nickel Boys su segundo. Ambas comparten un punto en común, además, claro, del codiciado galardón: un enfoque en el racismo de los Estados Unidos de la época. En este caso, Nickel Boys nos traslada a la Florida segregada de los 60 para contarnos la historia de Elwood (Ethan Herisse) y Turner (Brandon Wilson), dos adolescentes negros que son enviados a la Academia Nickel, un brutal y despiadado reformatorio –que en la vida real fue la infame Arthur G. Dozier School for Boys–, donde encuentran consuelo y esperanza en su amistad.

Pero esta trama, a simple vista sencilla, incluso manida, no prepara a uno para lo que realmente se va a encontrar. Porque Nickel Boys no es tanto lo que cuenta, sino cómo lo cuenta. Y es que, RaMell Ross (Hale County This Morning, This Evening), en su primer largometraje de ficción, bebe de su estilo documental tan poético y de su hermosa destreza como fotógrafo para dotar a esta historia tan cruda de una mirada íntima y cercana –algo a lo que el ratio 4:3 también ayuda– y una audacia formal que no se ve todos los días.
Ese lenguaje cinematográfico tan suyo, puro cine sensorial, pone al espectador justo en la piel de los protagonistas. Lo hace con una cámara subjetiva y no en tercera persona como es habitual. Él lo llama «perspectiva consciente» y es precisamente lo que hace de esta Nickel Boys una obra única, avant-garde, con autoría y personalidad, aunque, al mismo tiempo, muy arriesgada y de difícil acceso, ya que a más de uno le resultará difícil –y bastante desorientador y confuso– el complejo e intrincado tratamiento de la cámara. Ross, con mucha precisión, usa cámaras sobre el hombro e incluso hasta cámaras pegadas al cuerpo de los actores operadas por control remoto y reúne a un reparto comprometido con esta idea y con romper la regla de oro de cualquier actor: mirar directamente a cámara. Lo que se logra es un efecto inmersivo, y es cierto que esta técnica se ha usado en otros filmes, como en La dama del lago (1947), la primera película rodada íntegramente con cámara subjetiva, pero no en muchas más, siendo una elección de lo más atípica.
Desde los primeros compases, la propuesta es clara. Elwood, entonces un niño, mira absorto hacia arriba. Nosotros solo vemos el cielo, un naranjo, sus manos y el césped. A él no le vemos directamente hasta unas escenas más tarde a través del reflejo: en la plancha de su madre, en el escaparate de una tienda de televisores donde Martin Luther King pronuncia un discurso, y después, ya adolescente, en la ventanilla de un autobús. Pero el punto de vista de Elwood no es el único de la película. Después de hacer autostop, Elwood se sube al coche equivocado, un vehículo robado que es interceptado por la policía. Así acaba en la Academia Nickel, el cruel reformatorio Arthur G. Dozier School for Boys, donde hace pocos años aparecieron enterrados más de 50 cadáveres. Es en este espeluznante infierno donde conoce a Turner y, a partir de este momento, la cámara empieza a alternar entre las dos perspectivas, construyendo un juego de miradas que también contrapone sus visiones del mundo: Elwood, aferrado a la esperanza, a la justicia y a los principios de Martin Luther King; Turner, en cambio, sumido en la desesperanza.

El montaje es otra pieza clave del muy destacado apartado técnico de la película, que no sigue una narrativa lineal, sino que salta en el tiempo, superponiendo imágenes de archivo y jugando con metáforas, como el caimán que aparece enigmáticamente en ciertas secuencias, un eco del oscuro pasado del Sur de los Estados Unidos, donde los niños negros eran usados como cebo para capturar al animal y vender su piel y su carne. Pero Nickel Boys también comparte cierto ADN con La zona de interés, de Jonathan Glazer. Como en aquella, la violencia se sugiere más de lo que se muestra. El horror está fuera de campo. Ross evita así el sensacionalismo y el morbo. No necesitamos ver lo que ocurre en la Casa Blanca, y no me refiero a la del Presidente, sino a la del reformatorio, una sala de torturas, o de la caja del sudor para sentir el horror de aquel lugar. Basta con el sonido de los gritos, la respiración agitada o los latigazos.

No cabe duda de que Nickel Boys es la película más experimental, vanguardista e independiente de todas las nominadas al Óscar a la Mejor Película de este año. Su mayor virtud –la primera persona– es también su mayor barrera de entrada. No es una obra para todos los públicos: es un ejercicio más que encomiable que requiere paciencia, voluntad y una apertura a un lenguaje cinematográfico que desafía las convenciones. Pero si consigues adentrarte en su propuesta, su impacto es demoledor. Porque Ross consigue lo que pocos cineastas: que dejemos de ser nosotros mismos por un momento y veamos el mundo a través de los ojos de Elwood y Turner. Y en medio de tanto sufrimiento, de tanto racismo y de tanta injusticia, una escena imborrable: ese cálido abrazo.
NOTA: ★★★½
«NICKEL BOYS», YA EN PRIME VIDEO.
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