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Crítica de ‘La Buena Letra’: Una mirada silenciosa al pasado.

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© Caramel Films

El cine español ha construido, a lo largo de los años, un importante corpus de obras centradas en la memoria histórica, en especial, en aquellas que giran en torno a la Guerra Civil y la posguerra. Desde el crudo naturalismo inherente de Los santos inocentes, hasta el refugio emocional que representaba el lado fantástico de El laberinto del fauno, pasando por el minimalismo poético de El sur o la sensibilidad contemporánea de La voz dormida, cada obra ha arrojado una mirada particular sobre un tiempo de heridas abiertas y silencios impuestos.

En este contexto, La buena letra, la nueva película de Celia Rico (Los pequeños amores), se suma a este legado con una voz propia, contenida y profundamente humana. Adaptando la novela homónima de Rafael Chirbes, la película supone un relato intimista sobre el lado más austero de uno de los periodos más devastadores de la historia reciente de España: la posguerra vivida desde el interior de los hogares.

Alejándose de cualquier rastro de discurso épico o de la reconstrucción política de los hechos, La buena letra prefiere moverse en el terreno de lo cotidiano: allí donde los gestos mínimos, las frases a medio decir y las miradas esquivas contienen más verdad que cualquier gran arenga. Y es que, Ana (Loreto Mauleón) es el centro de una historia que no necesita grandes giros argumentales para conmover. Como tantas mujeres de su generación, Ana habita un espacio donde el sacrificio es norma, el amor está supeditado a la obediencia y el dolor se metaboliza sin ruido. Una Ana que ve cómo, con la llegada de Isabel (Ana Rujas), la joven y resuelta esposa de su cuñado Antonio (Enric Auquer), se introduce una fisura en la rutina de silencios, y lo que parecía quietud revela pronto un poso de renuncia, frustración y resistencia callada.

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© Caramel Films

Todo ello recogido en un guion, el adaptado con precisión y respeto por la misma Celia Rico, que sabe explotar los intersticios de la palabra hablada. Es en los silencios incómodos, en la manera en que Ana dobla una sábana o aparta la mirada cuando recibe una noticia donde la película encuentra su mayor fuerza expresiva. La directora confía en la capacidad del espectador para leer entre líneas, y esa confianza es uno de los grandes aciertos de la cinta. Hay una densidad emocional contenida en cada escena que nace no del subrayado, sino del detalle: de una vajilla heredada, de una conversación a media voz o de una silla vacía.

En este sentido, Rico confirma una madurez autoral que ya apuntaba en Viaje al cuarto de una madre y Los pequeños amores. Su estilo, íntimo y pausado, vuelve a centrarse en las relaciones personales marcadas por el paso del tiempo y la herencia emocional. En La buena letra, los espacios interiores –la cocina, el dormitorio o el patio trasero– se convierten en escenarios emocionales donde se articulan los vínculos y los desencuentros.

Por esta razón, la puesta en escena decide apostar por la sobriedad, empleando para ello una paleta cromática apagada, una iluminación natural y unos encuadres que sugieren más de lo que muestran. Una economía formal clave para capturar la esencia de una época en la que lo importante era sobrevivir sin hacer ruido.

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© Caramel Films

Y, sobre este lienzo, encontramos a un triunvirato de protagonistas capaces de llevar a su interpretación la quietud intranquila que refleja La buena letra. En particular, la labor de Loreto Mauleón (8) como Ana es digna de elogio, siendo capaz de construir un personaje que vive en los márgenes, en ese espacio invisible donde lo importante no se dice, pero se intuye. Su actuación es un ejercicio de contención. Un intento de evitar el dramatismo evidente para centrarse en una expresividad mínima, en la que cada mirada esquiva o cada pausa en el habla revela un mundo interior marcado por la resignación, la pérdida y, sobre todo, la dignidad. La actriz logra transmitir esa carga emocional sin necesidad de grandes discursos, apoyada únicamente en su presencia, la cual parece pesar tanto como las ausencias que arrastra su personaje.

A su lado, Ana Rujas (8) aporta un contrapunto vital a la historia. Su personaje, Isabel, representa una forma de ser mujer muy distinta a la de Ana: más libre, moderna e ingenua en su rebeldía. Rujas interpreta a Isabel con energía contenida, sin caer en la caricatura ni en el exceso, y logra con ello que la tensión entre ambas mujeres, más sugerida que explícita, se convierta en uno de los motores narrativos de la película. Es una tensión generacional, pero también emocional, ya que Isabel refleja todo lo que Ana no pudo permitirse ser. Esta dualidad en la interpretación fortalece el subtexto de la cinta, que no juzga a sus personajes, sino que los observa con una profunda humanidad.

Por su parte, Enric Auquer (Casa en llamas) construye en Antonio un personaje en apariencia secundario, pero esencial para comprender el peso estructural del patriarcado en la dinámica familiar. Su interpretación, sobria y ambigua, encarna la figura del hombre funcional pero emocionalmente opaco, cuya presencia se impone más por el peso de las convenciones que por su voluntad de ejercer poder. Es una actuación que, en su misma discreción, señala muchas de las causas del silencio que rodea a Ana.

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© Caramel Films

Por todo ello, se podría decir que La buena letra es una obra sutil y poderosa que reivindica una memoria hecha de afectos y renuncias, alejada del relato oficial. Celia Rico dirige desde la empatía y la contención, ofreciendo una película que, sin aspavientos, se instala con fuerza en la sensibilidad del espectador. El filme no busca conmover a través del drama explícito, sino a través de la verdad emocional que late bajo la superficie. En tiempos de ruido, su quietud se agradece como un gesto de resistencia artística y moral. Una película necesaria que mira al pasado sin intención de dar lecciones, pero con la lucidez y el respeto que solo el buen cine puede ofrecer.

NOTA: ★★★★☆

«LA BUENA LETRA», YA EN CINES.


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© Caramel Films

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Mario Hernández

Mario Hernández

Cinéfilo granadino de la generación del 98 (1998 más concretamente), amante del cine independiente y las grandes sagas. Entusiasta de una buena sesión de peli y manta y graduado en Economía por la Universidad de Granada (UGR) con nivel C1 de inglés. Ha realizado el curso de Crítica de Cine en la Escuela de Escritores de Madrid.

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