Crítica de ‘Lilo y Stitch’: Disney exprime la nostalgia con un Stitch tan adorable como siempre que conquistará a las nuevas generaciones.

Disney continúa exprimiendo su gallina de los huevos de oro: los remakes de acción real de sus clásicos animados. Una estrategia tan rentable como acomodadiza que le ha dado alegrías billonarias en taquilla (hablamos de El rey león, La Bella y la Bestia y Aladdín), pero también algún que otro batacazo (la reciente Blancanieves, sin ir más lejos). Ahora, la nueva Lilo y Stitch en carne y hueso, que inicialmente iba a llegar directa a Disney+ y que aterriza en cines veintitrés años después de la original, se perfila como un caballo ganador para la Casa del Ratón: solo en su primer viernes en cartelera recaudó 1,75 millones de euros en España, cuadruplicando la cifra del otro gran estreno del fin de semana, Misión imposible: Sentencia final, y apuntando a superar la barrera del billón a nivel global.
Y es que, todos conocemos la historia (argumentalmente sigue siendo la misma): Lilo es una niña hawaiana de seis años con un talento innato para meterse en líos, para desesperación de su hermana mayor, Nani, que, tras la muerte de sus padres, se hace cargo de ella mientras el sistema de servicios sociales amenaza con separarlas. Lo cierto es que Lilo se siente muy sola: no encaja y no tiene amigos. Hasta que aparece él: Stitch, un extraterrestre fugitivo, el Experimento 626, travieso, caótico, hiperactivo y achuchable, y para Lilo un «perro», que llega para ponerlo todo patas arriba y liarla parda, pero también para recomponer su desestructurada familia. Tras él, dos agentes galácticos, Jumba, su creador, y Pleakley, casi salidos de una buddy movie, que intentarán capturarlo sin levantar demasiadas sospechas entre los humanos.

Mucho antes de que Baby Groot, Baby Yoda o los Minions (y después de otros como Gizmo o E.T.) monopolizaran el mercado de lo adorable, ya estaba él: Stitch. Un personaje que, desde 2002, no ha dejado de generar toneladas y toneladas de merchandising. Lo más importante de este live-action era, por lo tanto, dar vida de forma auténtica a esta criaturita azul en clave hiperrealista. Y en este aspecto, la película cumple con un diseño generado por ordenador que respeta con mimo el animado, con su inconfundible voz, que vuelve a estar en manos de Chris Sanders, su creador, director también del filme original, y responsable de títulos tan queridos que incluyen Cómo entrenar a tu dragón (que pronto tendrá también su propia versión en acción real) y Robot salvaje, y con la principal variación de que Stitch empieza a hablar de forma más gradual.
Pero entrar en el eterno debate de si era necesario o no este live action es inevitable. ¿Lo era? Por supuesto que no. ¿Está a la altura de la original? Tampoco. Pero, puestos a hacerlo, que al menos mantenga la esencia del clásico de principios de los 2000, y lo consigue. Aunque la comedia no se traduce con la misma eficacia (funcionando más en los momentos slapslick de Stitch), se crece verdaderamente en las escenas emotivas, que adquieren más peso todavía (un ejemplo claro es la reimaginada secuencia del ahogamiento, que gana en carga dramática). No es casualidad: al frente está Dean Fleischer Camp, responsable de Marcel, la concha con zapatos, delicada joya de la animación indie reciente, y alguien que supo tocar la fibra sensible en su día y que lo vuelve a hacer aquí (el mensaje sigue siendo tan potente como hace dos décadas: «Ohana significa familia»).
Parte de que esta nueva versión salga airosa se debe también a su reparto. El corazón de la película está en la dupla protagonista, interpretada por actrices nativas hawaianas: la entrañable y graciosísima debutante Maia Kealoha, originaria de la Isla Grande, es la viva imagen de Lilo, y Sydney Agudong, nacida y criada en Kaua’i, encarna a su hermana Nani, que cuenta con una backstory más definida. En el resto del reparto, algunos cuajan mejor que otros. Pleakley (Billy Magnussen), por ejemplo, sale más beneficiado que Jumba (Zach Galifianakis), pero la traslación de ambos al formato real se solventa bien: en lugar de los disfraces estrafalarios que usaban en la animación (icónica aquella peluca de Pleakley), ahora inevitablemente adoptan forma humana al llegar a la Tierra.

Donde surgen más dudas es en el guion escrito a cuatro manos por Chris Kekaniokalani Bright y Mike Van Waes (Dear David) con cambios significativos que dividirán opiniones. Muchas escenas son calcadas (como el juicio a Jumba y la fuga de Stitch), algunas tienen guiños para los fans (el hombre al que se le cae la bola de helado y la rana que se cruza con Stitch), mientras que otras se han actualizado (Pleakley y Jumba se alojan en un hotel en lugar de acampar, por ejemplo, omitiendo el maravilloso encuentro con mosquitos). También hay nuevas secuencias que no siempre cuadran (la de una boda, entre otras) y ciertas ausencias que se echan de menos (la del patito feo, entre ellas). Como cambios más importantes, cabe destacar la eliminación del villano principal de la original, Gantu –lo que es un error garrafal–, el papel reducido de David (Kaipo Dudoit), y la trabajadora social ahora siendo la Sra. Kekoa, interpretada por Tia Carrere (la voz original de Nani), mientras que el mítico Cobra (Courtney B. Vance) se convierte en un agente de la CIA. El montaje y el ritmo, por su parte, siguen siendo igual de veloces, y la banda sonora conserva temas hawaianos emblemáticos como Hawaiian Rollercoaster Ride y Aloha E Komo Mai.

Puede que no necesitáramos una versión real de Lilo y Stitch, pero al menos mantiene vivo el espíritu de ‘Ohana’ a través de un producto que mezcla nostalgia y acercamiento a las nuevas generaciones. Y sí, prepárate: Stitch volverá a estar hasta en la sopa.
NOTA: ★★★☆☆
«LILO Y STITCH», YA EN CINES.
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