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Crítica de ‘La Lucha’ [73SSIFF]: Tradición, duelo y resistencia en el realismo poético de José Ángel Alayón.

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En los últimos años, el cine español ha experimentado una auténtica ebullición de nuevas voces autorales que han expandido el mapa creativo del país más allá de las grandes urbes que tan presentes han estado a lo largo de la historia del cine. Directoras como Carla Simón con Alcarràs, Pilar Palomero con Las niñas, o Jonás Trueba y su Quién lo impide, han situado en el primer plano internacional relatos profundamente enraizados en lo local, pero con un eco universal. Todos ellos comparten una mirada que apuesta por lo íntimo, lo comunitario y lo generacional como motores narrativos, evitando así el artificio, y abrazando un cine más humano, pausado y sensorial.

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En ese contexto, la figura de José Ángel Alayón (Blanco en negro) se erige como una de las más sólidas y singulares. Desde Canarias, un territorio periférico con respecto a los grandes enclaves de actividad de Madrid y Barcelona, el cineasta ha trazado un camino en el que realidad y ficción se entrelazan para dar voz a personajes y comunidades invisibilizadas. Si en Slimane exploraba la experiencia migrante en el archipiélago, o en Entre perro y lobo se acercaba a excombatientes cubanos que seguían luchando contra el tiempo y la memoria, ahora con La lucha, que se estrena mundialmente en el Festival de San Sebastián y compite dentro de la sección New Directors, se adentra en un terreno que conjuga tradición, identidad y duelo: la lucha canaria como metáfora de resistencia vital y cultural.

Y es que, La lucha centra su relato en Mariana, una adolescente que ansía abrirse camino en un deporte ancestral, la lucha canaria, donde el cuerpo y la fuerza parecen imponerse como condición de legitimidad. Mariana, “demasiado pequeña” según las normas no escritas del deporte, lucha contra un entorno que la condiciona y contra las limitaciones físicas y sociales que pesan sobre su deseo. A su lado, su padre Miguel, un veterano luchador en decadencia, carga con el dolor de haber perdido a su esposa y con las cicatrices de un deporte que desgasta tanto como ennoblece.

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Así, la cinta se convierte en un doble retrato generacional: el de un padre que resiste como puede el paso del tiempo, y el de una hija que quiere afirmarse en un mundo que no parece tenerle reservado un espacio claro. El duelo familiar, la herencia cultural y la pasión por la lucha se entrelazan en un relato que oscila entre lo cotidiano y lo mítico.

Porque la elección de la lucha canaria no es anecdótica. Alayón filma este deporte como un ritual cargado de memoria y resistencia, símbolo de una identidad que se mantiene viva frente al olvido. Cada agarre, cada caída en la arena, cada saludo previo al combate está impregnado de un valor simbólico que trasciende lo deportivo. Mariana y Miguel no solo luchan contra sus rivales: luchan contra el dolor, contra la pérdida, contra la invisibilidad, contra las normas que delimitan quién puede o no puede pertenecer a una tradición.

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De este modo, la película habla tanto de la transmisión cultural –ese legado que se mantiene y se transforma al pasar de una generación a otra– como de la capacidad de rebelarse contra los límites que la sociedad o la biología imponen. Mariana, en su acto de desobediencia al romper las normas de la lucha, encarna esa tensión entre tradición y libertad. Entre aceptación y ruptura.

Pero si algo caracteriza al cine de Alayón es su particular realismo poético, y en La lucha esta estética alcanza un nuevo grado de madurez. El director rueda en súper 16 mm, lo que dota a la película de una textura rugosa y granulada que transmite corporeidad y verdad. La imagen no es transparente ni aséptica. Se siente el grano, la imperfección, la fisicidad; como si la propia arena de la lucha se hubiera incrustado en el celuloide.

Los planos largos y la cámara paciente crean una mirada contemplativa que invita al espectador no a consumir la historia, sino a habitarla. No hay prisas narrativas ni montaje frenético: cada silencio, cada respiración entre padre e hija, cada instante de espera antes de un combate, adquiere un peso emocional que trasciende lo anecdótico.

Por su parte, la luz natural y los escenarios abiertos de Fuerteventura refuerzan esa apuesta estética. El paisaje árido y ventoso se convierte en un personaje más, espejo del vacío interior de los protagonistas. Alayón convierte así a la isla en un espacio mítico, donde la arena no solo es terreno de combate, sino también metáfora de la vida que se escapa entre los dedos.

Una sensación de autenticidad que se ve amplificada en el uso de actores no profesionales, en especial luchadores reales. No se trata solo de interpretar, sino de habitar un mundo que existe más allá de la cámara. De ahí que La lucha se sienta a medio camino entre el documental y la ficción, fiel al estilo híbrido del cineasta.

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Con La lucha, José Ángel Alayón reafirma su lugar dentro de un cine español que está mirando hacia lo periférico para ampliar sus horizontes. Mientras Simón retrata la ruralidad catalana, Palomero explora la educación femenina en la Zaragoza de los noventa y Trueba filma la adolescencia madrileña con honestidad radical, Alayón levanta desde Canarias un relato que hunde sus raíces en lo local para proyectarlas hacia lo universal.

Su cine nos recuerda que las periferias –a nivel geográfico, cultural y social– son lugares fértiles para el arte. Lugares donde el cine puede cuestionar el centro, abrir grietas y mostrar realidades invisibles. La lucha es una obra que dialoga con la tradición del realismo español, pero desde una óptica renovada, mestiza y profundamente personal.

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Por todo ello, más que una película sobre un deporte, La lucha es una reflexión sobre la resistencia en todas sus formas: la resistencia de un padre contra la pérdida, de una hija contra los límites que le imponen, de una tradición contra el olvido, y de un cineasta contra las inercias del mercado. José Ángel Alayón filma con sensibilidad y radicalidad, ofreciendo una obra que se instala en la memoria del espectador no por sus giros argumentales, sino por la fuerza poética de sus imágenes. En un momento en que el cine español vive una renovación plural y descentralizada, La lucha confirma que la voz de Alayón es imprescindible: una voz que se atreve a mirar desde los márgenes, a filmar con grano, silencio y paciencia; y a recordarnos que la verdadera lucha del cine es contra la indiferencia y el olvido.

NOTA: ★★★★☆

«LA LUCHA» SE PROYECTA EN EL FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN.


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Mario Hernández

Mario Hernández

Cinéfilo granadino de la generación del 98 (1998 más concretamente), amante del cine independiente y las grandes sagas. Entusiasta de una buena sesión de peli y manta y graduado en Economía por la Universidad de Granada (UGR) con nivel C1 de inglés. Ha realizado el curso de Crítica de Cine en la Escuela de Escritores de Madrid.

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