Crítica de ‘Bala Perdida’ (‘Caught Stealing’): Una pesadilla urbana que conecta con el caos interior.

La filmografía de Darren Aronofsky explora los límites psicológicos, físicos y espirituales del ser humano, abordando temáticas impregnadas de existencialismo, redención y obsesión. Sin embargo, la áspera contundencia con que retrata las luchas internas de sus personajes genera reacciones de amor y odio entre el público. Como prueba de sus intereses, cabe mencionar Pi, fe en el caos (1998), su debut sobre la ruina paranoica de un matemático, una forma de compulsión a la que seguiría Réquiem por un sueño (2000), centrada en la autodestrucción causada por la adicción, o bien Cisne negro (2010), que representa la locura tras la perfección artística.
En consecuencia, los personajes de Aronofsky suelen estar alienados, persiguiendo metas obsesivas a costa de su salud mental y física. Se enfrentan a situaciones límite donde la tensión aumenta y el conflicto íntimo se entrelaza con un entorno hostil que amplifica el sufrimiento, a menudo expresado mediante violencia física, emocional o simbólica. De este modo, el escenario actúa como un espejo distorsionador de la mente atormentada. Para traducir la confusión interior, el director recurre a un montaje agitado, una cámara que sigue a sus protagonistas, unos planos íntimos y un uso expresivo de luz y sonido. Así, sus películas se convierten en relatos sensoriales, viscerales y poéticos, estudios sobre la debilidad, el sacrificio y la insania.

Bala perdida (Caught Stealing) se sitúa en el Nueva York de 1998. Hank Thompson (Austin Butler) es un exjugador de béisbol cuyo prometedor futuro quedó truncado por una lesión. Desde entonces, lleva una vida anodina: trabaja como camarero en un bar de mala muerte, sale con su novia Yvonne (Zoë Kravitz) y se refugia en su afición por los Giants. La rutina se rompe cuando su excéntrico vecino punk, Russ (Matt Smith), le pide que cuide de su gato unos días, un favor aparentemente inofensivo que lo arrastra al violento submundo criminal de los noventa. Sin comprender por qué lo persiguen, Hank se ve envuelto en una espiral de traiciones y supervivencia, acosado por gánsteres en una carrera desesperada en la que cada decisión puede ser la última.

El controvertido director vuelve a presentar a un protagonista arrastrado por circunstancias extremas, obligado a cruzar límites personales insospechados. En esta ocasión, su estilización existencial y psicológica se modera, despojándose de excesos para ofrecer un proyecto más abierto al público general. La travesía narrativa respira el humor negro, violento e irónico de los hermanos Coen (Fargo), mientras adopta el dinamismo visual, la estilización del crimen y el montaje ágil característicos de Guy Ritchie (Snatch. Cerdos y diamantes). Incluso la película recuerda a Jo, ¡qué noche! de Martin Scorsese, al situar a un personaje ordinario en una atropellada odisea urbana que deviene laberinto moral y físico: un descenso tragicómico al corazón del absurdo neoyorquino.
El resultado es enérgico y ofrece un thriller entretenido con tintes de comedia negra. Austin Butler (Dune: Parte dos) aporta una interpretación sufrida y carismática, sobre la cual descansa el pulso febril de este delirio metropolitano. La hostilidad externa se hace palpable gracias a la ruda ambientación urbana, la refinada composición visual y un ritmo narrativo que equilibra la crudeza con humor negro, a la vez que potencia los giros propios del género, elaborando un ejercicio divertido y consistente.

No obstante, la ambientación de la ciudad, aunque evocadora, resulta insípida y poco relevante, puesto que la acción podría haberse desarrollado en la actualidad sin perder coherencia. Los secundarios, variopintos y caricaturescos, son quienes movilizan la caótica visión del crimen neoyorquino, salpicada de multiculturalidad, donde cualquiera puede ser un criminal. La previsibilidad de algunos giros y la subtrama telefónica con la madre de Hank–que parece existir solo para explicar la evolución del protagonista– también restan frescura. Aun así, la estructura general compensa estos defectos mediante un esquema sólido que sostiene la urgencia narrativa.


Con todo, Bala perdida es, hasta ahora, la obra más accesible y comercial del cineasta. La violencia y el desorden reverberan sobre distintas influencias cinematográficas, conformando un mosaico de brutales eventos que transmiten la vulnerabilidad individual frente a un mundo desquiciado. Por lo tanto, despreocupado por la innovación, Aronofsky se encarga de controlar este thriller criminal mediante una estructura sólida y un ritmo que transmite la urgencia de la supervivencia, transformando la pesadilla urbana en un viaje que conecta el caos exterior con el interior. Como postulan ciertos personajes de la película: «Un mundo triste. Un mundo roto».
NOTA: ★★★☆☆
«BALA PERDIDA», YA EN CINES.
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