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Crítica de ‘La Vida de Chuck’: Un poema al cosmos de la existencia.

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© Diamond Films

La ascendente carrera de Mike Flanagan lo ha consolidado como una de las voces más singulares del terror contemporáneo. Desde sus inicios en el cine independiente, el director estadounidense ha perfilado su marca personal en torno al terror psicológico, conformando una trilogía entre duelo, familia y memoria. Más adelante, su fructífera colaboración con Netflix le permitió desarrollar su propio universo televisivo, acompañado de la redefinición del género. Entre sus realizaciones más destacadas, figura la miniserie La maldición de Hill House (2018), a la que seguirían otros proyectos televisivos con tan impecable factura técnica como profundidad narrativa.

El imaginario del incansable cineasta lo impulsa a escribir guiones originales, demostrando su amor por el género fantástico, como vehículo para trasladar historias humanas. Del mismo modo, este interés constante lo conduce hasta las obras literarias de autores como Stephen King, cuyas atmósferas ha adaptado con sensibilidad en El juego de Gerald (2017) y Doctor Sueño (2019). En su reciente película, La vida de Chuck (2024), regresa al ingenio del popular escritor, con una adaptación especial.

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A través de una estructura inversa, organiza tres actos que recorren la vida de Charles “Chuck” Krantz, interpretado en la adultez por Tom Hiddleston (Loki), desde su muerte hasta su infancia. Todo comienza con un mundo que se apaga lentamente, mientras misteriosos y repentinos carteles anuncian: «Gracias, Chuck». Envuelto en el temor por un mundo abocado al desenlace, el relato retrocede para mostrarnos quién es aquel hombre desconocido y cómo se entrelaza su destino con el del cosmos. Lo que parece una historia apocalíptica se transforma en una reflexión luminosa sobre el paso del tiempo, la pérdida y la belleza de la existencia.

Imagen de la película La Vida de Chuck
© Diamond Films

Echando la vista atrás, Flanagan rehúye los simples golpes de efecto y aborda la morfología del terror como reflejo del conflicto interno que arrastra y transforma el dolor humano. En esta exploración de la intimidad dramática, aplica estructuras narrativas fragmentadas o temporales, las cuales revelan los orígenes del traumático suceso en dosis graduales, impregnando su visión de genuinas emociones –amor, melancolía, ira o ambición–, incluso en los momentos más sobrenaturales. Desde una dirección sobria, pero salpicada de creatividad –como muestran sus elaborados planos secuencia o los elegantes juegos de composición–, y la recurrencia de intérpretes habituales que refuerzan su identidad cinematográfica, el realizador establece una voz autoral reconocible.

Con La vida de Chuck, sin embargo, modifica algunos rasgos de su estilización. La gramática cinematográfica presenta una lectura clara, dispuesta en planos sencillos, pero bien articulados, mediante una edición concisa y directa que guía cómodamente la mirada del espectador (véanse, por ejemplo, las rítmicas escenas de baile que celebran la vida). La fotografía mantiene altos contrastes cromáticos entre cálidos y fríos, una constante de su filmografía, pero aquí se orientan hacia un registro más esperanzador, que hacia la inquietud. No es un relato de terror –salvo por breves secuencias que conjugan metáforas entre el desmoronamiento global y la mortalidad de Chuck–, sino una visión optimista, que conserva la saturación visual para subrayar el mensaje humanista.

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© Diamond Films

Frente a esta propuesta técnica, la adaptación presenta una compleja unión de ideas metafísicas, que fusionan la lógica numérica con la trascendencia de la muerte. Por un lado, la película se apoya en la visión cósmica del científico Carl Sagan y la noción de «año estelar», alegoría que condensa toda la historia del universo en un solo año y ofrece perspectiva sobre la pequeñez –y, al mismo tiempo, la grandeza– de la existencia humana. Por otro lado, emplea la visión humanista del poeta Walt Whitman, cuyo verso «Soy inmenso y contengo multitudes» (del poema Canto a mí mismo) sostiene que la vida humana, con toda su complejidad y contradicciones, forma parte inseparable del tejido del cosmos: todos los momentos, todas las experiencias, todas las cosas pequeñas que suman. Así, la intrincada narrativa de Flanagan y King convierte la vida de un solo hombre –un individuo cualquiera– en un poema épico sobre la existencia misma, con su belleza, su dolor y su fugacidad. De ello se desprende una poderosa parábola del ciclo vital: nacimiento, expansión, decadencia y apagamiento, piezas incompletas en busca de sentido.

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No obstante, la narrativa inversa puede resultar confusa, diluyendo parte de la espiritualidad y de las acciones que transcurren en vida. Chuck se erige como figura simbólica cuya repentina aparición confunde tanto al resto de personajes como al espectador sentado en su butaca. A veces, el componente lírico muta en sus formas, desviándose hacia una narración más explicativa –visible en el uso del narrador en off–, que guía al público hasta soltarlo para reajustar los hilos narrativos que comienzan a enredarse por la fórmula filosófica que abraza la premisa. Asimismo, algunos de los intérpretes habituales –tales como Kate Siegel, Rahul Kholi y Samantha Sloyan– reaparecen de manera muy secundaria y poco desarrollada: funcionan como elementos narrativos puntuales, perdiendo fuerza a medida que avanza el metraje, hasta desaparecer. Muy parecido ocurre con ciertos diálogos, que tratan de matizar aspectos de la desconexión humana, aunque terminan siendo efímeras pinceladas que desdibujan el contenido de la trama principal.

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© Diamond Films

Las expectativas eran altas tras su triunfo en el Festival de Toronto de 2023, evento que suele anticipar algunas de las películas más destacadas del año. Flanagan entrega con La vida de Chuck una obra ambiciosa que apela al corazón con una historia vitalista, aunque la estructura elegida erosiona la consistencia narrativa, que oscila como un péndulo: en ocasiones, predomina la reflexión racional; en otras, el impulso humanista. Sin embargo, la película mantiene un pulso sincero y espiritual, pues reflexiona acerca de la muerte, hasta otorgarle un hermoso sentido. Al finalizar, todavía resuena el célebre verso de Whitman: «Soy inmenso, contengo multitudes».

NOTA: ★★★☆☆

«LA VIDA DE CHUCK», YA EN CINES.


TRÁILER:

PÓSTER:

Poster de la película La Vida de Chuck
© Diamond Films

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David Roger Juan

David Roger Juan

Diplomado en montaje por la ECAM y realizador de cortometrajes en Lucky Road Films. Actualmente, compagina las tareas de crítica y realización cinematográfica con el oficio de la psicología.

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