Crítica de ‘Frankenstein’: La criatura definitiva de Guillermo del Toro.

Prometeo robó el fuego del Olimpo para entregárselo a la humanidad como símbolo de progreso y prosperidad. Zeus, como penitencia, lo encadenó a un peñasco en el que, día tras día, un águila devoraba su hígado por toda la eternidad.
El moderno Prometeo es el nombre que acompaña al archiconocido Frankenstein, de la novela que Mary Shelley inició como respuesta a la proposición de Lord Byron de escribir un relato de terror a los asistentes encerrados en Villa Diodati en junio de 1816, el denominado año sin verano. Una novela escrita por una adolescente de apenas 18 años que, casi dos siglos más tarde, se convertiría en una obsesión para el cineasta Guillermo del Toro.

Como alter ego del propio Victor Frankenstein, el cineasta mexicano ha desarrollado su destreza en la dirección a lo largo de toda su obra, destacando El espinazo del diablo (2001), El laberinto del fauno (2006) o la oscarizada La forma del agua (2017), entre otras, hasta llegar a esta prueba de fuego dentro de un imaginario único. Si el origen de la obsesión reside en la novela desde que era niño, el estímulo eléctrico que dota de vida y personalidad a su adaptación cinematográfica de Frankenstein se encuentra en el secuestro de su padre, Federico, en 1998 –de cuyo rescate económico se encargó James Cameron (Avatar)–, un hecho que marcaría parte de la temática narrativa del cine de Del Toro desde entonces. Como prueba de esta fórmula, en 2022 Del Toro ya abordó un relato de paternidad a través de otro personaje fundamental de la literatura, Pinocho, también de la mano de Netflix como mecenas, y que reportó otro Óscar a las estanterías del director de Jalisco.

El punto de partida de este Frankenstein es similar al de la novela, salvo que Del Toro traslada la historia a mediados del siglo XIX, mientras que Shelley lo hacía en el XVIII. Un barco, que emprende una expedición para descubrir la parte más inhóspita del Polo Norte y atrapado en el hielo, rescata a un extraño moribundo a la vez que se enfrenta a una criatura de fuerza extraordinaria que acude en su búsqueda al grito de «¡Víctor!». Tras ahuyentar a la bestia, el capitán del barco atiende al enfermo, quien comienza a contarle su historia: la de Victor Frankenstein, el científico creador de la criatura.
Guillermo del Toro hace suya la adaptación del relato, y la primera decisión para ello es dividirlo en dos puntos de vista diferentes. En un primer acto, es Victor Frankenstein quien cuenta cómo la dureza en el trato de su padre y la muerte desdichada de su madre provocan su obsesión personal por dotar de vida a la carne muerta y, por ende, la creación de la criatura. El segundo relato es el de la propia criatura, que describe cómo, tras su huida del laboratorio del científico –y padre–, conoce las virtudes y defectos de la naturaleza y de una humanidad que lo rechaza.
Es el propio Del Toro quien ejerce de guionista para adaptar, muy libremente, Frankenstein o el moderno Prometeo y centrar el núcleo en una historia de paternidad, culpa y perdón. El planteamiento episódico introduce cierta irregularidad a lo largo de las dos horas y media de metraje, en las que algunos personajes aparecen y desaparecen sin calar profundamente en la historia, actuando como meros motores narrativos para que esta progrese. El desenlace final entre padre e hijo –creador y criatura– también constituye una licencia narrativa frente a la novela, que, sin embargo, no alcanza el clímax emocional deseado debido a la forma en que se ha construido la relación entre ambos personajes hasta ese momento, sintiéndose como un apresurado detonante para cerrar la trama de manera más o menos satisfactoria.

Del Toro vuelve a estar a la altura como creador de mundos, y la gran virtud de Frankenstein reside en el apartado visual y el diseño de producción. Cada detalle de los exteriores e interiores está cuidado al milímetro, y se aprecian –como miembros que conforman la criatura definitiva– escenarios que remiten a La cumbre escarlata (2015), en la torre que sirve de laboratorio a Victor Frankenstein, y a La forma del agua (2017), en el sótano donde la criatura pasa sus primeros días de vida.
La escena de mayor poder visual es aquella en la que el rayo insufla vida a la criatura. Del Toro combina efectos digitales –que se resienten en algunos momentos del metraje– con la fisicidad de las prótesis y el atrezzo artesanal para elaborar una set piece que quedará entre las mejores escenas del año, acompañada por el momento de mayor brillo de la banda sonora compuesta por Alexandre Desplat (La trama fenicia). Dentro del apartado visual, Del Toro hace un uso autoconsciente y visible del CGI y de una iluminación artificial y sobreexpuesta cuya proyección evoca el estilo gótico y romántico que impregna toda la película. El vestuario victoriano, así como el maquillaje protésico de la criatura, destacan, aunque en este último caso se refuerza en algunos momentos con apoyo digital, y el contraste resulta algo extraño.

Jacob Elordi (Euphoria, Saltburn) convence, pero no es rotundo en su acercamiento a la criatura ni en su alejamiento de papeles que podrían encasillarlo como sex symbol dentro de la industria de Hollywood. Por su parte, Oscar Isaac (Dune) interpreta a un Victor Frankenstein carente de registros, más cercano al científico loco y al mago vanidoso que al obsesivo científico introspectivo de la novela. El reparto lo completan Mia Goth (trilogía X) como Elizabeth y Charles Dance (Juego de tronos) como el tosco padre de Frankenstein.

Recomendamos que los amantes de la novela de Shelley hagan el –por otro lado, imposible– ejercicio de separarse de la historia base para poder disfrutar de la diferente y grandilocuente propuesta de Guillermo del Toro, quien, como buen creador, entrega su visión particular de la criatura, dotándola de la personalidad visual y el empaque de todo el imaginario elaborado durante más de treinta años, aunque, aun así, quede alejada de sus mejores obras.
NOTA: ★★★½
«FRANKENSTEIN», YA EN CINES. ESTRENO EL 7 DE NOVIEMBRE EN NETFLIX.
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