Crítica de ‘Die My Love’: Destruirme a mí misma para demostrar que existo.

Hay un momento en Die My Love, la nueva película de Lynne Ramsay, en el que Grace (Jennifer Lawrence) habla con otra mujer sobre la depresión posparto. La mujer dice que es un tema del que se debería hablar más, y Grace responde irónicamente: «Si no se habla de otra cosa». Grace padece este trastorno, aunque este es el único momento en la película en el que se menciona. Acaba de ser madre y todo se viene abajo: su creatividad como escritora, su amor y pasión sexual hacia su marido, y su amabilidad y educación, si es que alguna vez existieron. No sabemos hasta qué punto ella es consciente de lo que le pasa, pero este irónico e insustancial comentario dice mucho con muy poco.
Es cierto que la maternidad está cada vez más tratada en la ficción. Concretamente, en el cine, con un simple vistazo, encontramos muchos y brillantes ejemplos: Salve, María (2024), de Mar Coll; The Lost Daughter (2021), de Maggie Gyllenhaal; Mother! (2017), de Darren Aronofsky, etc. Películas que abordan el tema desde el género, como se lleva haciendo desde La semilla del diablo (1968), de Roman Polanski. Lejos de una lectura positiva y blanca (que las hay, y son también maravillosas), estas películas exploran lo más oscuro del proceso de ser madre, tanto el embarazo como los meses posteriores al parto. Cada cineasta ha abordado el tema de una manera distinta. Si volvemos a Salve, María, esta optaba por la contención y el terror psicológico de su atmósfera. Por otro lado, la misma Ramsay, en Tenemos que hablar de Kevin (2011), tira la casa por la ventana y ofrece un relato desquiciado y excesivo.

La cineasta británica Lynne Ramsay nunca ha tenido miedo al exceso ni a la alienación. En sus más que memorables estudios de personaje, tanto masculinos como femeninos, opta por una narrativa de lo más estimulante. Las fugas mentales de sus personajes, anclados a una realidad cruda y seca, desafían el realismo de las propuestas llevándolos a terrenos sombríos y abstractos. La particular atmósfera suele anclar su cine en el thriller psicológico, aunque esta etiqueta se le queda pequeña. Pero en En realidad, nunca estuviste aquí (2017), adaptación de la novela homónima de Jonathan Ames, sí que tiene más sentido que en Morvern Callar (2002) o la ya mencionada Tenemos que hablar de Kevin.
Ramsay retrata el espíritu del American Gothic (Gótico estadounidense), historias ambientadas en lo profundo de los Estados Unidos, donde lo natural se mezcla con lo moralmente inaceptable. Un espacio en el que se han desarrollado obras maestras inapelables, muchas de ellas protagonizadas por mujeres solitarias cuyos actos son impulsados por la desesperación. En Die My Love, una pareja (Jennifer Lawrence y Robert Pattinson) se muda a una casa destartalada en mitad del campo. Su vida se inunda de sexo salvaje, rock and roll, discusiones acaloradas y alcohol. Conviven con vecinos que duermen abrazados a armas de fuego, extraños en moto y animales salvajes. Aquí, el tiempo se vuelve una ilusión. A veces, parece una película ambientada en los años 70, mientras que otras veces es muy actual. Los días se suceden como bucles con subidas y bajadas de ritmo. Un día reina el caos, otro la pasión y, puede que, cuando parezca haber algo de paz, haya un estallido de violencia.

Todo en Die My Love se narra desde el punto de vista desquiciado de Grace, cuya conducta autodestructiva empieza a preocupar a su marido y a todos su entorno. Su comportamiento es como el de un animal en celo. Grita, muerde, come, bebe, se retuerce, se pelea con el perro de la casa, se pasea con cuchillos por el campo y se masturba compulsivamente mientras su marido no la atiende ni satisface. No es la primera vez que Jennifer Lawrence (Los juegos del hambre) encarna un papel tan exigente a nivel físico. Mother! ya fue todo un viaje, pero aquí la apuesta es todavía mayor. Ella da identidad a la película, con una interpretación dificilísima y más que conseguida.
Todo es llevado al extremo, no solo Lawrence. Las imágenes, de una belleza fotográfica a la par que insana, combinan ese naturalismo buscado con la distorsión de la realidad, como sus tonos verdes y azules y las lentes que deforman los espacios, bañados en una luz de lo más extraña lúgubre. Además, su diseño sonoro pasa de la calma absoluta al estruendo, sumado a una colección de temas musicales, machacona. Es tal la acumulación de elementos efectistas, que esta montaña rusa que no da un respiro al espectador amenaza con romperse en todo momento.

Pero Die, My Love es una película muy irregular. Al final, todos estos momentos, cada vez más y más histriónicos, acaban sintiéndose redundantes. Una película-contenedor que acumula secuencias gloriosas (la introducción) y otras que restan al conjunto (el encuentro sexual nocturno). Tramas desarrolladas de maravilla y otras que piden a gritos ser más exploradas. Recursos que son utilizados una sola vez para una cosa en concreto y otros repetidos hasta la saciedad (esas canciones).
Después de todo, este es el sentimiento que la directora quiere reflejar en su película. En este retrato impresionista de dolor, angustia, desesperación y violencia, hay un ejercicio de estilo brillante en forma, pero menos profundo de lo que le gustaría. No son pocas las películas que hablan de salud mental en las mujeres, pero son menos de las que deberían las que lo hacen con honestidad. Una mujer bajo la influencia (1974), de John Cassavetes, con la que podríamos hacer comparaciones, también era excesiva, pero albergaba mucha verdad. Die, My Love no es capaz de superar ciertos estereotipos ni de hablar desde una perspectiva honesta de la salud mental de su protagonista (y de las mujeres que representa). La pretenciosidad vacua amenaza, así, con anular todo el esperpento que le da identidad.


En definitiva, Die, My Love es una película que merece la pena ver por su gran actriz protagonista y por el talento de su directora en la puesta en escena, pero no por todo su conjunto.
NOTA: ★★★½
«DIE MY LOVE», ESTRENO HOY EN CINES.
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