Crítica de ‘Urchin’: Una nueva voz propia en el realismo social británico.

Urchin es una palabra perteneciente al ideario coloquial y la tradición literaria británica, que viene a definir al niño callejero, aquel que se desenvuelve en las calles con pillería y chulería.
Harris Dickinson, que formó parte del reparto de la película de Robert Östlund, El triángulo de la tristeza (2022), escoge el camino de la marginalidad y la complicada reinserción social para las personas sin techo como tema para su debut en la dirección en Urchin, que presentó en el Festival de Cannes 2025 y donde recogió el Premio de la Crítica y el Premio al Mejor Actor para Frank Dillane (Fear the Walking Dead) de la sección Un Certain Regard.

Con su ópera prima, se adhiere, de este modo, a la tradición de directores que conforman la larga lista del realismo social británico, herederos del Free Cinema de los años 50. Siguiendo los pasos convencionales de un director novel, Dickinson retrotrae experiencias propias como voluntario en centros sociales de personas sin hogar y sus primeros trabajos de adolescencia para retratar la marginalidad, la indiferencia social y la insuficiente ayuda pública que reciben las personas en alto riesgo de exclusión social. Esto le emparenta, confesión propia incluida, con el cine de Mike Leigh (Naked, 1993), la mirada social de Ken Loach (Yo, Daniel Blake, 2016) y bebe de la influencia clara de directoras que aportan un tono onírico y poético a este realismo, como Andrea Arnold (Bird, 2024).
La película se centra en Mike, un joven nómada que transita las calles de Londres subsistiendo entre la caridad de la gente y las pocas ayudas que recibe de organizaciones sociales. No exento de problemas personales que arrastra, pero que aún desconocemos, perpetra un robo con violencia que lo lleva directamente a prisión. Tras cumplir condena, Mike entra en la cadena pública de reinserción social, en la que tendrá que hacer frente tanto a nuevas oportunidades como a sus errores del pasado.

Dickinson elige para sus primeros minutos como director una mirada casi documental de la vida de Mike en las calles de Londres. La cámara es testigo lejano del devenir del personaje para evitar interferir en la interacción con el resto de transeúntes. Para ello, se hace uso de lentes largas y el pulso inquieto de la cámara en mano, con el objetivo de reforzar la sensación de realismo y el aire documental del primer acto de la película.
Una de las virtudes de la incursión en la dirección de Harris Dickinson es la toma de decisiones respecto a la cámara, el encuadre y los enfoques a lo largo de los diferentes actos y contextos por los que transita el protagonista durante el metraje. Del mismo modo, ocurre con la fotografía, a cargo de Josée Deshaies (The Beast, 2024), que juega e improvisa con la luz natural apagada que ofrece las localizaciones reales de la ciudad y exteriores de Londres, mientras que cambia la paleta cromática a una luz cálida de tonos anaranjados y rojos cuando el personaje habita en espacios que le ofrecen cierto refugio y confort. El conglomerado de estas tomas de decisiones ofrece una película rica en matices, que se aleja del aspecto indiferente y digital que predomina en el cine de 2025.
El guion, también escrito por el propio Dickinson, estructura la historia de manera circular para dibujar el arco de ascenso/descenso del personaje de Mike a través de las oportunidades –y tentaciones– que se van planteando durante el desarrollo de la película. No hay morbo en la pobreza, la adicción o el dolor de los personajes, sino que la escritura está dirigida al lugar de pertenencia del personaje marginal en una sociedad indiferente, en la que, en cambio, existen personas que no miran para otro lado y tienden su mano al que lo necesita.
Hay una crítica, en ningún caso feroz, al sistema de reinserción social de personas en situaciones de riesgo y marginalidad. La película muestra cómo los recursos son insuficientes y que la dedicación a este tipo de casos es demasiado genérica, casi con toda seguridad por la falta de recursos de los propios asistentes sociales.

Es la introducción de elementos oníricos para mostrar el estado emocional del personaje en determinados momentos la que, seguramente, no esté del todo cohesionada con la totalidad del resto del relato. Impactante visualmente, quizá puede parecer como una decisión demasiado estética o barroca respecto al conjunto de la película. Tras el detonante del conflicto dramático, los hechos se precipitan, no favoreciendo la construcción de la emoción, pero sí de la empatía con el personaje de Frank Dillane.
Es muy fácil empatizar con Mike ya desde el principio de la película gracias a la actuación del actor londinense. De aire aniñado e ingenuo, Mike se gana los favores de algunos personajes –también de los espectadores–, que confían en darle su apoyo para reinsertarse en la sociedad. Como buen pícaro literario, esta confianza se verá traicionada por la errónea toma de decisiones que, casi de manera inconsciente, harán que Mike sea incapaz de abandonar la oscuridad que le persigue.


A través de un director muy presente en la toma de decisiones visuales y narrativas durante todo el metraje, y un actor en estado de gracia que se aleja del cliché morboso del dolor y la podredumbre de la calle, Urchin es una carta de presentación formidable para que Harris Dickinson sea un director a tener en cuenta en los próximos proyectos que aborde, y en los que, a buen seguro, tendrá un mayor pulso y cohesión como narrador.
NOTA: ★★★½
«URCHIN», YA EN CINES.
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