CRÍTICA: “El Negocio del Dolor” (“Pain Hustlers”)
Descenso a la locura farmacológica.
La guerra legal contra los opioides en la industria farmacéutica americana es un tema muy candente dentro y fuera de la gran pantalla. Una guerra que se cobra más vidas inocentes de las que podríamos llegar a imaginar, siendo la primera causa de muerte por sobredosis en Estados Unidos en el 2021, y de la que (la mayor) parte de la culpa recae sobre representantes farmacéuticos sin escrúpulos y llenos de codicia presentes en el sistema sanitario estadounidense. Representantes que, en el caso de “El negocio del dolor”, forman parte de Zanna (Insys en la vida real), una startup farmacéutica que trata de entrar en el mercado de los analgésicos con una droga contra el dolor que sufren los pacientes de cáncer que promete revolucionar el mercado, y mejorar considerablemente el día a día de los enfermos. Una droga en cuyos beneficios cree ciegamente Liza Drake (Emily Blunt), una madre soltera que acaba de perder su trabajo, que está con el agua al cuello, y a la que Pete Brenner (Chris Evans), representante comercial de Zanna, acogerá bajo su protección.
Una película, “El Negocio del Dolor”, que dibuja una alegoría muy bien construida sobre la codicia, la moral y la adicción. Una alegoría sustentada en el contraste perfectamente elaborado entre los personajes de Pete Brenner y Liza Drake.
Por un lado tenemos a Pete, un falso “antagonista” creado para representar a la figura maquiavélica enraizada en la industria farmacéutica cuyo único objetivo es lucrarse y saciar su codicia. Una codicia que actúa cual adicción que va carcomiendo la personalidad y moral hasta destruirlo todo, llegando a sumergir en la locura a los más afectados por ella.
Una figura, la de Pete, que está muy bien incorporada en una trama enfocada en blanquear un personaje como el de Liza, una encarnación de la idea de que el bien moral puede sobrevivir incluso en las condiciones más adversas. Unas condiciones que el guion de Wells Tower insiste en mostrar como precarias y desfavorables, marcando desde un principio la fuerte relación y conexión con su hija y la enfermedad que esta sufre, y el entorno en el que vive el personaje encarnado por Emily Blunt. Moralidad en momento selectiva, y cuya volubilidad sustenta el tono y ritmo que la cinta va mostrando a lo largo de las dos horas y cuarto de metraje, cuyo inicio sienta las bases de la trama y el origen de todas estas irregularidades (tristemente basada en hechos reales) de manera inteligente, gracias a un primer acto repleto de escenas cortas y con una puesta en escena saturada, que evoca el dinamismo caótico en el que estaba sumergido el personaje de Emily Blunt.
Algo que también se plasma a través de la fotografía simbiótica y lubricada por George Richmond (“Rocketman”), que se torna de lúgubre a luminosa en función del momento personal que vive Liza, y cuyo efecto se ve potenciado por la banda sonora compuesta por James Newton Howard (“El sexto sentido”). Un apartado técnico capaz de plasmar emociones por sí mismo, donde la gran actuación de Emily Blunt, capaz de transmutar y hacerte empatizar con su personaje, no podría estar mejor recetada.
En este sentido, “El negocio del dolor” conforma un “Lobo de Wall Street” farmacológico, carente del exponente “scorseseriano” en su dirección, donde las acciones de a centavo son sustituidas por médicos desesperados, y donde la codicia actúa como píldora (con la que se corre riesgo de sufrir adicción) que se diluye y penetra en el torrente sanguíneo de una moral que se va atrofiando paulatinamente. Un drama inspirado en hechos reales sumamente expresivo, capaz de reflejar el lado más codicioso e inmoral de la industria farmacéutica americana.
NOTA: ★★★☆☆
“EL NEGOCIO DEL DOLOR” (“PAIN HUSTLERS”), YA EN NETFLIX.
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