CRÍTICA: “Babygirl”
Una reescritura de los códigos del cine erótico.

Hay películas que colocan al espectador en un estado de extrañeza y desorientación, donde lo preestablecido deja de encajar mientras los nuevos moldes aún están en proceso de formación. Un ejemplo de esto ocurre con el cine erótico, un género que históricamente ha operado en un terreno plagado de miradas objetificadoras: un espacio que durante décadas ha encajado el deseo femenino en moldes diseñados por y para el placer masculino. Babygirl, de la cineasta Halina Reijn, rompe con esta tradición y evidencia que algo ha cambiado. Este largometraje propone un replanteamiento de los códigos del género, ofreciendo una perspectiva más feminista sobre el cuerpo, el poder y las contradicciones que emergen en la exploración de los propios límites.
En una primera capa de profundidad, Romy, interpretada por Nicole Kidman (La pareja perfecta, Un asunto familiar), aparenta tener una vida cimentada y todo bajo control: una ejecutiva exitosa en una prestigiosa empresa de inteligencia artificial, una familia funcional y un matrimonio estable. Sin embargo, el telón de lo superficial va resquebrajándose paulatinamente cuando conoce a Samuel, encarnado por Harris Dickinson (Blitz, El clan de hierro), un joven becario que trabaja bajo su supervisión. Lo que inicialmente parece tratarse de una relación motivada por el deseo físico y la atracción sexual reprimida, va transformándose en una relación que a su vez va más allá de unas relaciones de poder convencionales. De modo que, cuando ambos empiezan a cruzar líneas que separan su vida personal de la profesional, su relación deviene en un juego psicológico ambiguo, lleno de alternativas, donde las formas de poder y de control, de dominación y de sumisión, van y vuelven, y donde se van evidenciando las contradicciones más ocultas de la propia Romy, que a su vez va cayendo en una lucha difícil entre la libertad y los límites.

Desde un primer instante, la directora te hace partícipe de esa lucha interior cargada de contradicciones que presenta Romy, y cómo, a medida que avanza el film, estos dos espacios acaban fusionándose, pues es inevitable huir de la confrontación entre su mundo interno y externo. Lo que de manera explícita se revela a través de la narrativa, la cámara, desde lo implícito, lo refuerza y lo hace evidente. Cuando Samuel deja una nota en el despacho de Romy, provocando el primer encuentro entre ambos en un hotel cercano, desde la calle, él la observa desde abajo mientras ella, en su oficina, lo ve desde la altura, una composición que subraya su aparente control y distancia emocional. O, durante las reuniones en su hogar, la cámara se alza a nivel de los ojos o incluso por debajo, otorgándole momentáneamente un aire de superioridad y seguridad frente a su familia. En contraposición a ello, en momentos de soledad, cuando Romy se masturba, la cámara adopta un plano cenital constante, simbolizando cómo, incluso en su búsqueda de placer personal, hay una sensación de vigilancia o juicio, reforzando su vulnerabilidad y la presión que siente desde su propio interior. No obstante, en la interacción con Samuel se produce la inversión de tales funciones, logrando que la altura entre los personajes juegue alternando de acuerdo a la dinámica afectiva; así, Samuel puede contemplarla desde abajo mientras está en ese lugar de “sumisión”, como cuando la mira desde arriba y hace cuestionar de esa manera su control y su figura de dominio.

En el plano visual, el film Babygirl pertenece a la tradición de películas como Under the Skin (Jonathan Glazer, 2013) o Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma), donde la estética es utilizada con el objetivo de profundizar y explorar las dimensiones afectivas de los personajes, distanciándose con vehemencia de lo explícito o de lo literal, como es el caso de este último. En concordancia con estas películas, el film de Reijn despliega un lenguaje expresivo, una escasa luminosidad y unas imágenes de una pesquisa introspectiva bajo la que Romy queda atrapada en un encuadre visual que contrasta con su realidad de desconexión interior. En contraste, películas como Cincuenta sombras de Grey (Sam Taylor-Johnson, 2015) perpetúan los tropos del cine erótico convencional, donde la estética prioriza la estilización glamorosa del cuerpo sobre el desarrollo de una subjetividad compleja. En Babygirl, los encuadres cerrados y los cambios de altura no solo subrayan los matices en las dinámicas de poder, sino que también construyen un espacio íntimo y ambiguo que desafía la mirada tradicionalmente masculina. Reijn, al igual que Sciamma, permite que las pausas, las miradas y los silencios se conviertan en vehículos narrativos, priorizando la ambigüedad emocional sobre la claridad discursiva. Así, la película se aparta de una narrativa complaciente y se posiciona en una zona de tensión incómoda, invitando al espectador a participar activamente en la interpretación del deseo y el poder.

Así pues, Babygirl no ofrece soluciones ni juicios. Halina Reijn deja que las preguntas reescriban los códigos del género erótico y abran nuevos moldes: ¿qué significa ser libre en un mundo que constantemente define a las mujeres a través de su éxito, su cuerpo o su rol en la familia? ¿Dónde termina el placer y comienza la culpa? ¿Es posible reconciliar el deseo con las estructuras sociales que lo moldean?
NOTA: ★★★★☆
“BABYGIRL”, YA EN CINES.
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