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CRÍTICA: “Fin de Fiesta”

Los santos inocentes en clave de farsa.

© A Contracorriente Films

Si Luis Buñuel hubiera decidido rodar una comedia de enredos sobre la lucha de clases en la España contemporánea, quizá el resultado se habría parecido –aunque sea de forma lejana– a Fin de fiesta, la ópera prima de Elena Manrique. Sin embargo, lo que en manos del maestro aragonés habría sido una disección mordaz de las hipocresías de la alta sociedad, en Manrique se convierte en un ejercicio cinematográfico que deambula entre la sátira y el melodrama sin hallar un tono definido. Para que una película pueda encuadrarse bajo la delicada etiqueta de comedia negra, no basta con combinar elementos dispares; es necesario un guion con la suficiente profundidad para articular, con sutileza, una crítica social que contraste lo cómico con lo oscuro sin caer en lo obvio. Fin de fiesta, producida por la reconocida ejecutiva Elena Manrique (Celda 211, El orfanato), intenta moverse entre las fronteras de lo políticamente correcto y lo incorrecto, pero su falta de un pulso firme hace que los ingredientes de su cóctel narrativo, en lugar de complementarse, terminen por anularse mutuamente.

Inspirada en un suceso real que les ocurrió a unos conocidos de la directora, la película nos introduce en un microcosmos de apariencias y tensiones soterradas: en un cortijo andaluz, Carmina (Sonia Barba), una mujer de clase alta con un aire de grandeza trasnochada, convive a lo largo del día con su sirvienta Lupe (Beatriz Arjona), cuya sumisión esconde un escepticismo latente. La rutina de la casa se ve alterada con la aparición de un inmigrante senegalés, oculto en el cobertizo, cuya presencia desata un conflicto moral en el que cada una de las mujeres deberá enfrentarse a sus propias contradicciones, debatiéndose entre lo que debería hacerse y el interés individual.

© A Contracorriente Films

Manrique intenta construir una crítica a las relaciones de poder y a la hipocresía de una sociedad que dice acoger mientras cierra puertas con cerrojo. O, como afirmada la propia directora en el pase de presa de la SEMINCI al hablar de la construcción del personaje de Lupe: «busco mostrar la solidaridad de las clases humildes, es lo que le llega porque no ha conocido a ningún inmigrante. Las clases humildes son solidarias». Sin embargo, el discurso se diluye entre personajes caricaturescos y una narración que parece incapaz de sostener su propia premisa.

Uno de los mayores problemas de Fin de fiesta radica en su indefinición tonal. Manrique pretende orquestar una comedia de enredos con tintes de crítica social, pero el guion nunca logra articular un humor que realmente funcione. En su preocupación por inyectar ligereza a la historia, la película incurrirá en gags forzados y situaciones rozando la traca, pero eso es todo lo que alcanzará, pues no se asimila la brillantez del absurdo. La historia avanzada, la falta de cohesión de lo cómico y lo dramático se hace cada vez más evidente, llevando al espectador a un limbo del desconcierto más que la risa.

Las actuaciones actúan de espejo de esa indefinición tonal. Sonia Barba dota a Carmina de una afectación excesiva, característica de la escena teatral, que la acerca más a la parodia que a la sátira. Paradójicamente, su mejor momento llega cuando la película abraza por completo su absurdo y le permite hacer lo que realmente sabe hacer: espectáculo. En la fiesta, el personaje entona Soy una feria, de Gracia Montes, con tanta entrega que, por un instante, su exceso se vuelve hipnótico. Es un momento que roza lo surrealista y en el que, finalmente, la película se rinde ante su propia extravagancia. Mientras que Beatriz Arjona (Los años nuevos) logra aportar cierta naturalidad a Lupe, aunque su personaje carece de profundidad. Por su parte, el actor que interpreta al inmigrante senegalés, Edith Martínez Val (El salto), queda reducido a un símbolo, sin apenas desarrollo ni matices.  

© A Contracorriente Films

Más allá de las actuaciones y el guion errático, Fin de fiesta sí logra algunos destellos de interés en su apartado visual a través de la puesta en escena. El cortijo en la que transcurre la historia se convierte en un personaje en sí mismo, con sus estancias recargadas, sus pasillos silenciosos y su aire de opulencia marchita. La fotografía de la película, a cargo de Joachim Philippe (Yo, Daniel Blake), sabe aprovechar este escenario, contrastando la inmovilidad de los espacios con la agitación de los personajes que los habitan. Sin embargo, por muy atractivos que sean los decorados, no pueden maquillar las carencias narrativas de una historia que nunca termina de despegar.

© A Contracorriente Films

Así pues, si Berlanga nos enseñó que la comedia negra debe tener una crítica mordaz disfrazada de aparente ligereza, Fin de fiesta demuestra que, sin esa profundidad satírica, el resultado queda a medio camino. Lo que podría haber sido un retrato mordaz de la decadencia de la clase alta se convierte en un juego de máscaras que nunca encuentra su verdadera cara. Elena Manrique debuta con una propuesta que apunta alto, pero se queda a medio camino, atrapada entre el deseo de hacer reír y la necesidad de decir algo trascendente.

NOTA: ★★☆☆☆

“FIN DE FIESTA”, YA EN CINES.


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Andrea González
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Andrea González

Estudiante de Crítica Cinematográfica en la ECAM y amante del cine social, con referentes como Alice Rohrwacher, Sandra Romero y Carla Simón. He asistido a festivales como Cannes y la SEMINCI. Fiel defensora de que la crítica es una herramienta para traer nuevas miradas al cine y a la sociedad.