CRÍTICA: “Los Restos del Pasar”
El alma en las manos.
Escribo este texto en un avión, pensando en las manos del piloto que ahora mismo sostienen tantas vidas, tantas historias. En las manos, una relevancia que Robert Bressonya hizo protagonista en su filme Pickpocket, sobre atracos y otras cosas. Quizás en otros robos, en los del tiempo, es donde se han ubicado Alfredo Picazo y Luis (Soto) Muñoz (Sueños y pan), que en su nuevo título, Los restos del pasar, se dedican a tejer, con sus mismas manos, un ramillete de ausencias y recuerdos en lo más profundo de su tierra.
Dejando mi ciudad atrás, la que me vio nacer, sobrevuelo el mismo pueblo andaluz que grita desolado en Los restos del pasar: la historia de Antonio, un niño que, ya hombre, desglosa a aquel pintor, Paco, quien le inspiró en su Baena natal a desarrollarse en el arte pictórico. Una regresión que parte de una ficción documental en la que Picazo y Soto toman el verbo desde la imagen, usando la tradición y las manos como herramientas del alma –parafraseando al inmortal Miguel Hernández–.
Siempre he argumentado que en el cine es más relevante hablar con el ojo que con la palabra. De la misma forma, este título, con un preciosista blanco y negro intercalado con motas de color durante cambios narrativos justificables, señala por sí solo que lo importante es lo que se ve. Una bandada de pájaros volando que se detiene en el ‘frame’, un cementerio que cubre como un manto las casas más altas de un pueblo o la superposición de la cara de un niño con la mano de un Cristo. En cada una de estas escenas es donde el lenguaje reside. Donde todo se transforma y lo diferencial nace, generando su sello propio. Un sello con una calidad que podría pertenecer a un rincón de la historia de ese cine español clásico defendido por Francisco Regueiro (El buen amor) y Manuel Summers (Juguetes rotos), en el que todo se percibía y nada se otorgaba a través de las palabras o las letras.
Ambos directores, Picazo y Soto, junto al cinematógrafo Joaquín García-Riestra Guhl, cumplen con creces. Demuestran que con las raíces de Córdoba también se pueden hacer cuadros en las pantallas blancas, con aceite de las olivas y arcilla de la tierra. Al igual que unas manos que sujetan el pincel o unos hombros que llevan el tablero, también un director con sus ojos retrata una esencia en el tiempo. Una imagen que se erosiona con el paso de los minutos y dejando paso al arte. Como si de la creación de un cuadro se tratase, la imaginación esboza trazos conformando, delineando y exponiendo. Un ejercicio que no solo habla de un tipo de cine, sino que abarca otros tantos en una propuesta para nada típica en la actualidad.
También este título combina dos elementos relevantes en su ejecución técnica. Por un lado, la voz en off de Antonio, que nos guía a lo largo de todo el relato. En ella se nota una madurez inquebrantable en el guion escrito únicamente por Soto, donde las reflexiones sobre el paso del tiempo y la vida son para enmarcar. Por otro lado, la música, elemento fundamental también en el desarrollo de lo que se cuenta. A través de marchas de Semana Santa, como la reconocible El amor de Rosario de Cádiz, se realiza un ejercicio fundamental para entender esta historia. El suelo de una iglesia, esos acordes tan épicos y la superposición del rótulo de Los restos del pasar ya abren la obra de una manera bastante inolvidable.
Una propuesta que enaltece a la comunidad autónoma de Andalucía a través de sus sujetos. Comunidad que vio nacer a los más grandes de ellos, como Federico García Lorca o María Zambrano, quienes rompían las cadenas de muchos con un simple gesto de muñeca. El mismo gesto que Paco otorga aquí en herencia a Antonio y que lo libera. El silencio roto, quizás, que Sandra Romero abrazó hace tan solo unas semanas en cartelera en su Por donde pasa el silencio y que ahora estos dos compatriotas andaluces otorgan al «quejío».
Y es que Andalucía forma parte de un retablo que sirve ahora como escenario para un nuevo tipo de cine. Como el de estos dos que, a través de las raíces, el acento y las túnicas de los nazarenos, se abanderan con su gen. También es importante la memoria del que hace cine y ellos parecen estar rodeados de una nostalgia inspiradora y melancólica a partes iguales, como si hubieran vivido ya milenios en un pueblo que ya no es tan pueblo.
Cuatro pupilas que valen más que dos. Aterrizan ahora sobre el acervo y el costumbrismo estos dos autores que, ensombrecidos por una carrera de premios que no termina de apreciar algo que con el tiempo será reconocido, esperan. Porque si algo queda claro es que la esperanza se mantiene con ellos. Al fin y al cabo, su obra será un resto más de ese pasar que es el olvido, una de esas cosas excesivamente intensas que no están hechas para el recuerdo porque la condición de su intensidad radica precisamente en su desaparición. Aunque eso no quita ni la ilusión ni la fe de que, pese a que todo desaparezca, siempre, por muy remoto que sea, quedará algo. Y ese algo está aquí: en la mano de un niño que pinta, en el amor de un anciano por el lienzo. Quizás, también, en la esperanza de un cine andaluz que sea universal.
NOTA: ★★★★★
“LOS RESTOS DEL PASAR”.
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