CRÍTICA: “Parthenope”
Sorrentino, ¿yo soy guapa?
El cine contemplativo, por pura naturaleza, desafía las expectativas narrativas convencionales. Se apoya en momentos que, a simple vista, pueden llegar a parecer intrascendentes –esas miradas penetrantes, la iluminación en continuo movimiento, o la contenida expresividad emocional–. Películas en las que el argumento queda relegado a un segundo plano, emergiendo en su lugar una profunda reflexión sobre la experiencia humana. Y la Parthenope de Paolo Sorrentino es un claro ejemplo de ello.
En este sentido, la película evita la estructura de arcos tradicionales en favor de crear un expansivo tapete de la realidad, dibujando así el viaje de una mujer desde su nacimiento en 1950 hasta el presente. No ofrece heroicas hazañas, ni grandes resoluciones vitales, pero aun así, a través de su lírica y esplendor visual, resuena profundamente en la mente del espectador.
En el corazón de Parthenope encontramos la ciudad de Nápoles, capturada en todo su esplendor gracias a la belleza contradictoria de la fotografía de Daria D’Antonio (Fue la mano de Dios). Y es que, Nápoles no es tan solo un bonito telón de fondo, sino un participante activo de la narrativa. A través de los ojos de D’Antonio, la ciudad late con vida, alternando planos bañados por el sol italiano, con otros en los que se dibujan las calles sombrías que reflejan el espectro emocional de la propia Parthenope. Cada imagen está meticulosamente configurada, haciendo de Nápoles una presencia inefable, tan cautivadora como atormentada. Desde los idílicos veranos en Capri a las melancólicas calles en las que el amor es encontrado, y perdido, la película captura a una Nápoles eterna, pero en continuo cambio.
Sin embargo, la Nápoles que nos presenta Sorrentino no está romanizada, sino plagada de contradicciones. Sus trágicas ironías, las miradas abatidas, y las ráfagas de vitalidad simbolizan las complejas, y en ocasiones contradictorias, emociones de Parthenope. Una sinfonía visual que trasciende la mera belleza, invitando a la audiencia a saborear la ciudad como una entidad viva.
Sinfonía visual protagonizada por la debutante Celeste Dalla Porta, que da vida a Parthenope con una remarcable contención, anclando y uniendo el desmadejado argumento. La puesta en escena de Sorrentino encuadra al personaje de Celeste de tal manera que permite ser observada por la audiencia con la misma curiosidad cándida con la que la miran el resto de personajes que la acompañan a lo largo de su vida. Algo que acentúa la interpretación de Dalla Porta, la cual es una auténtica revelación, y que está marcada por la sutil elegancia que aporta la actriz al personaje, y que refleja el enfoque directoral de Sorrentino. Su belleza no es solo física, sino que recae en la habilidad de transmitir la pasión, las dudas, y la resiliencia de Parthenope con suma autenticidad, creando una actuación tan conmovedora como refrenada. Una clase magistral en contención, capturando la pasiva intensidad de una mujer cuya vida es moldeada gracias al amor, la pérdida, y una inquebrantable pasión por la libertad. Su Parthenope no es ni una santa ni una pecadora. Tampoco es una heroína o una víctima. Es simplemente un ser humano cuya humanidad la hace irresistible.
Irresistibilidad que se transmite en la forma en la que el personaje invita a la auto identificación y proyección. Su vida no está marcada por el drama, sino por la continua persistencia de la condición humana –ese flujo inexorable del tiempo, las efímeras alegrías de la juventud, o el sufrimiento que esconde el amor no correspondido–. De esta forma, Parthenope se convierte en un recipiente de las emociones universales, en una figura tan ordinaria como inolvidable.
Pese a esto, Parthenope puede parecer una película en la que no está pasando nada. La falta de conflictos explosivos o evidentes conclusiones propias de una narrativa más convencional la alinean con las obras más recientes de Sorrentino. Películas como Fue la mano de Dios en las que el director se distancia de los rimbombantes excesos de La gran belleza para apostar por un estilo más íntimo e introspectivo. Una evolución temática que refleja una profunda preocupación por la memoria, la identidad, y el paso del tiempo.
En Parthenope, Sorrentino rechaza los artificios narrativos para centrarse en los pequeños y aparentemente inconsecuentes momentos que definen la vida. La cinta no es tanto una historia lineal, sino un mosaico de experiencias, cada una de ellas aportando profundidad. Un enfoque que, como decíamos, se alinea con la más reciente temática de las obras de Sorrentino: aquella que aboga por la búsqueda de lo significativo en lo efímero, la belleza de lo ordinario, y la forma en la que el tiempo nos enriquece y erosiona.
Por todo ello, Parthenope es un triunfo por parte del cine contemplativo, una película que abraza la quietud, lo sutil, y las inefables complejidades de la vida. A través de la luminosa fotografía de Daria D’Antonio, de la contenida interpretación de Celeste Dalla, y la evolucionada voz de Sorrentino como director, la película captura la esencia de una vida vivida al máximo. Un testimonio del poder que tiene el cine a la hora de encontrar belleza en lo ordinario, y significado en lo efímero.
NOTA: ★★★★☆
“PARTHENOPE”, YA EN CINES.
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