Crítica de ‘Destino Final: Lazos de Sangre’: La muerte siempre vence.

Los aficionados al género de terror y fantástico siempre guardaremos en nuestro cinéfilo corazoncito un hueco de honor para una pequeña-gran obra maestra titulada Candyman (Bernard Rose, 1992). El actor que encarnaba a dicha leyenda urbana con gancho incorporado, que ya se ha convertido en mito, era el gran Tony Todd, y en la saga de Destino final venía interpretando al forense William Bludworth. Los caprichos de la vida (o más bien de la muerte) han querido que en esta entrega que nos ocupa haya interpretado el último papel de su vida en una macabra pirueta entre la realidad y la ficción. Y es que, queridos amigos, la muerte –mejor asumirlo rapidito–, siempre acaba saliéndose con la suya.
Destino final: Lazos de sangre supone la sexta entrega de esta saga, veinticinco años después de la primera, y se centra en la historia de Stefanie, encarnada por Kaitlyn Santa Juana (The Friendship Game), nieta de la superviviente (personaje interpretado por Gabriel Rose) de los hechos iniciales, que desencadenaron el ya legendario plan de la muerte para alcanzarte y darte caza. La idea es que las personas que teóricamente debían morir fueron salvadas, por lo que la Muerte –así, con mayúsculas, como si tuviera una personalidad propia y una intención definida– ha vuelto para llevarse lo que en justicia le pertenecía y, ya de paso, a sus descendientes de sangre (y sangre no falta desde luego).

Para los que no estén familiarizados con la premisa de Destino final, creada por Jeffrey Reddick en el 2000, recordamos: la Muerte tiene una hoja de ruta muy clara (e incluso creativa, todo hay que decirlo) sobre cómo y cuándo darle pasaporte a los pobres humanos. Por tanto, el rasgo de identidad de la saga, y lo que la ha convertido en exitosa, se basa en secuencias largas en las que vamos viendo cómo potenciales peligros de muerte –desde una inofensiva moneda de penique, pasando por un trozo de cristal o una cortadora de césped– se van «activando», poniendo en marcha, para acabar desencadenando una suerte de efecto dominó mortal y sustancialmente gore.
Es en esa espera, en la anticipación morbosa de lo que va a pasar, o lo que creemos que va a pasar, y en su resolución final, es donde se encuentra el punto fuerte de la propuesta. Así, la primera secuencia de la película, que tiene lugar en la Torre Skyview en los años sesenta (nótese la importancia de las canciones de la época en la escena), es toda una delicia, casi un cortometraje que hubiera tenido sentido por sí solo. Un prodigio de diversión, planificación, mala leche y divertidísimas muertes CGI que nos recuerdan al «cartoon» más desenfrenado y disfrutable. Una escena que nos hace sumergirnos por completo en la historia (inmersión que viene facilitada por la ausencia de títulos de crédito iniciales) y que, más de una vez, nos retuerce en la butaca, en ese punto intermedio entre el sufrimiento y el placer.

Tras esta magnífica apertura, era de esperar que el ritmo y el interés decaigan en aburridas escenas familiares que poco o nada aportan. Y es que la gran dificultad es que cada una de las secuencias de muerte sea más divertida, sorprendente, retorcida y violenta que la anterior, lo cual no siempre es tarea fácil. Una duración algo dilatada tampoco ayuda a mantener el interés, aunque escenas como la de la máquina de resonancia magnética elevan la apuesta y hacen recuperar el pulso.

En cualquier caso, Destino final: Lazos de sangre es una propuesta divertida y disfrutable, con una muy visual planificación de los directores Zach Lipovksy y Adam B. Stein (Freaks), que acaba cerrando el círculo de la película como empieza, con la imagen de unas solitarias vías del tren, a la espera de que este divertido tren de muerte y diversión nos acabe arrollando.
NOTA: ★★★☆☆
«DESTINO FINAL: LAZOS DE SANGRE», YA EN CINES.
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