Crítica de ‘Dracula: A Love Tale’: Una visión ultra romántica de Drácula a ritmo de Danny Elfman.

Uno de los hechos más curiosos e interesantes de la historia de la cultura es cómo, en el año 1816, Mary Shelley y John William Polidori establecieron la base de los personajes de la criatura de Frankenstein y El Vampiro, que inspiró a Bram Stoker para la creación de Drácula ochenta años más tarde. En un verano climatológicamente excepcional, en esta reunión literaria de Villa Diodati (Suiza), surgió el germen de dos de las obras más adaptadas por parte de la literatura y cine fantástico durante los dos siglos siguientes.
Partiendo desde el Expresionismo Alemán, en la figura de F.W. Murnau en Nosferatu (1927) o Vampyr (1932) de Carl Theodor Dreyer, muy apegado formalmente al expresionismo; siguiendo el rastro de aquellos que reinventaron el imaginario del vampiro a mitad del S. XX, como Terence Fisher con su versión de Drácula de 1958, encarnado por Christopher Lee, y todos los productos góticos relacionados con esta criatura que dio la Hammer Film Production; y pasando por autores con una cosmogonía cinematográfica muy singular como Werner Herzog (Nosferatu: Vampiro de la noche, 1979) o el romanticismo de Francis Ford Coppola en su acercamiento a Drácula, de Bram Stoker (1992), son muchos otros los directores que han acudido al texto y criatura de John William Polidori para abordar su visión del vampiro.

Este 2025, es el turno para el aclamado director francés Luc Besson, con obras magnas en su cinematografía como El gran azul (1988) El Profesional: Leon (1994) o una de las obras más apreciadas de la ciencia ficción moderna como El quinto elemento (1997).
La primera toma de contacto de la película la establece el prólogo bélico, donde Besson presenta al Príncipe Vlad como sanguinario líder en el campo de batalla, a la vez que un profundo enamorado de su esposa, Elisabeta. Esta muere ante él, a manos de sus enemigos, lo que hará que el Príncipe valaco reniegue de sus votos cristianos y abrace la vida eterna convertido en vampiro, hasta volver a encontrarse con su gran amor. 400 años después –Besson reubica el tiempo y lugar de la novela origina– el, ahora Conde, Drácula conoce la existencia de Mina Murray, una mujer inglesa que vive en París y que parece la reencarnación física de su esposa fallecida.

La seña de identidad de Dracula: A Love Tale es la de centrar el peso de la narrativa en el personaje del Conde Drácula y en la maldición que supone para éste la búsqueda eterna de su amada. Para ello, Besson reestructura en el guion tanto del relato epistolar de Stoker como el peso de los personajes de Jonathan y Mina –Harker en la novela; Murray aquí–, de manera que la caza del vampiro y el terror queden relegados a un segundo plano para reforzar la idea del amor eterno y como vehículo de redención espiritual.
Para ello, Besson modifica algunos aspectos intocables, para otros cineastas, como la singladura de Drácula en el Deméter hasta llegar a Londres –ya señalamos que la parte urbana se centra en París– por aspectos inexistentes en la novela, como el perfume que utiliza el Conde para embelesar a toda mujer que le rodea y que, aun así, nunca llena el vacío de Elisabeta. Esta parte, una de las más flojas de la película en el apartado visual, con un tono musical ciertamente fuera del general de la película, como el narrativo, recordará a la interesante película de Tom Twyker, El perfume (2006).

Si bien el núcleo es intimista y emocional, todo lo que tiene que ver con el diseño de producción, arte y vestuario es grandilocuente en la película. Besson hace uso de grandes escenarios tanto para el rodaje de interiores, como los barrocos palacios de estilo francés en las escenas situadas en París, como de exteriores, que lucen especialmente bien en la batalla bélica del prólogo, que posee alguna de las escenas más impactantes visualmente de la película por la combinación de los planos generales y el contraste de luz entre el ejército valaco y el humo del fuego, que simboliza su carácter devastador. Aunque, en general, los efectos visuales están bien integrados, hay algunos elementos de CGI que parecen sacados de otra película, y que pueden enarcar la ceja de cualquiera con su irrupción en pantalla. Muchos aspectos del estilismo y maquillaje de este Drácula recuerdan, de manera inevitable, a la visión del vampiro de Coppola, que interpretó de manera soberbia Gary Oldman.

En este caso, es el actor y músico Caleb Landry Jones (Dogman) quien se pone en la piel del príncipe rumano por excelencia de la literatura universal. Su actuación es la más solvente y destacada de la película, con un punto de histrionismo que también acompaña al tono excesivo e hiperbólico de algunas partes de la película. Cabe mencionar que Christoph Waltz (Malditos bastardos) ha tenido la oportunidad de aparecer tanto en las adaptaciones de Frankenstein, por parte de Guillermo del Toro, y esta Dracula: A Love Tale, en el mismo año, con dos actuaciones que, en el mejor de los casos, pasarán desapercibidas en ambas películas.

Esta nueva versión del clásico de Bram Stoker, a ritmo de Danny Elfman (La novia cadáver), se caracteriza, por tanto, de una irregularidad latente entre algunos aspectos cuidados al detalle y aquellos que emborronan varias partes a lo largo del metraje. Ni su imaginario del vampiro, ni tan siquiera su visión romántica, por encima del terror, supone una singularidad en la manera de abordar a un personaje del que ya hemos visto versiones parecidas y mejor tratadas cinematográficamente con anterioridad.
NOTA: ★★½
«DRACULA: A LOVE TALE», YA EN CINES.
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