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Crítica de ‘Maspalomas’ [73SSIFF]: La dignidad del deseo en la vejez LGTBIQ+.

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En las últimas dos décadas, el cine y la televisión española han ido ensanchando progresivamente el espacio de representación de la comunidad LGTBIQ+. Lo que hace apenas treinta años quedaba relegado a personajes secundarios estereotipados o a metáforas soterradas, ha encontrado en creadores contemporáneos la posibilidad de mostrarse en toda su complejidad. Ahí están series pioneras como Al salir de clase o Los hombres de Paco, que introdujeron personajes homosexuales cuando todavía era arriesgado en prime time. Más tarde llegarían títulos como Física o Química, que normalizaron la diversidad en un contexto juvenil, o Veneno, de Javier Calvo y Javier Ambrossi, que supuso una revolución al reivindicar la memoria trans a través de una producción mainstream. En el cine, directores como Pedro Almodóvar han sido abanderados de esta mirada desde los ochenta, pero en tiempos recientes hemos visto películas que exploran la vejez y el deseo homosexual desde perspectivas más intimistas, como la Truman de Cesc Gay o 80 egunean de Jon Garaño y Jose Mari Goenaga.

En ese trayecto evolutivo se inscribe Maspalomas, la nueva película del propio Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi (La trinchera infinita), que compite en la Sección Oficial de San Sebastián. Una cinta que coloca en el centro a Vicente (José Ramón Soroiz), un hombre de 76 años que disfruta de una vida plena y abiertamente homosexual en la localidad canaria que da título al filme. Su rutina está hecha de sol, deseo, fiestas y libertad: una vejez que rompe los tópicos de la soledad y el retraimiento. Pero un contratiempo le obliga a regresar a San Sebastián, a reencontrarse con la hija (Nagore Aranburu) a la que abandonó décadas atrás, y a ingresar en una residencia de ancianos que representa justo lo contrario de la libertad que había conquistado: un espacio de silencios, homogeneización y nuevas formas de armario.

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Imagen de la película Maspalomas
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Goenaga y Arregi abordan esta premisa con la madurez que los caracteriza. Si en Handia exploraron la identidad vasca a través del mito del gigante de Altzo, y en La trinchera infinita se adentraron en la memoria traumática de la Guerra Civil, aquí el reto consiste en hablar de algo mucho menos épico pero igualmente político: el derecho a vivir plenamente la sexualidad en la tercera edad. En ese sentido, Maspalomas funciona como una prolongación natural de las preocupaciones de Moriarti Produkzioak, que siempre ha sabido equilibrar lo íntimo y lo colectivo. Lo particular y lo universal.

Pero el gran acierto de la película es la interpretación de José Ramón Soroiz (Cinco lobitos). El actor, veterano de la escena vasca, compone un Vicente vulnerable y vitalista al mismo tiempo. Su tránsito desde la luminosidad de las playas canarias hasta el recogimiento gris de una residencia está narrado con una entrega poco habitual. Y es que Soroiz no rehúye las escenas de sexo, afrontadas con la misma naturalidad con que se rueda una conversación cotidiana. Hay en su mirada un poso de tristeza, pero también de ironía, de resistencia vital frente a los condicionantes sociales. Su trabajo dialoga con el de Nagore Aranburu (Querer), que interpreta a la hija desde la contención, evitando la caricatura del reproche constante. Entre ambos se construye un duelo silencioso sobre el abandono, el cuidado y la posibilidad de reconciliación.

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La película destaca también por la manera en que aborda el cuerpo y la intimidad. La presencia de coordinadoras de intimidad en el rodaje se traduce en escenas que no buscan el morbo ni la incomodidad, sino la coreografía pactada que permite mostrar el deseo de un hombre mayor con dignidad y naturalidad. Pocas veces el cine español ha filmado el cuerpo envejecido con tanta franqueza, sin buscar edulcorarlo ni convertirlo en chiste.

En cuanto a la puesta en escena, Goenaga y Arregi construyen la residencia como un espacio metafórico. Lejos de la oscuridad y sordidez habituales en este tipo de escenarios, apuestan por una atmósfera blanca y luminosa, que paradójicamente acentúa la idea de confinamiento. Esa elección plástica convierte el lugar en un microcosmos de homogeneización donde los individuos se diluyen, y donde las diferencias –en este caso, la orientación sexual– se borran por presión ambiental. El contraste con el universo de Maspalomas es evidente: del exceso cromático y la libertad corporal al minimalismo blanco y el silencio contenido.

El guion introduce, además, un personaje conservador, interpretado por Kandido Uranga (Interperie), que encarna la incomodidad de muchos mayores ante la visibilidad homosexual. Lejos de simplificarlo como villano, los directores lo presentan como alguien contradictorio, incluso con trazos de ternura, subrayando que la convivencia entre ideologías y formas de vida diferentes es uno de los grandes retos de la vejez compartida en espacios colectivos.

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Hay también una reflexión de fondo sobre la fragilidad de los logros sociales. Vicente representa a una generación que luchó por vivir abiertamente su sexualidad, y que, sin embargo, en la etapa final de su vida, se ve empujada a un entorno donde esa libertad peligra. Goenaga y Arregi ponen el dedo en una herida que raramente se muestra. Muchos son los mayores pertenecientes al colectivo LGTBIQ+ que se ven obligados a volver al armario en las residencias, donde el miedo al rechazo y el peso de lo normativo les empujan a ocultar lo que habían conquistado. Es por ello por lo que la fuerza de Maspalomas reside en el gesto de colocar en primer plano a un protagonista homosexual septuagenario y hacerlo con dignidad, sin paternalismos ni victimismos. En un panorama donde aún cuesta mostrar a la tercera edad como sujetos de deseo, la propuesta de Goenaga y Arregi resulta valiente y necesaria.

Además, Maspalomas, fiel al estilo de sus autores, consigue moverse entre el drama y la comedia con naturalidad y soltura. Hay escenas cargadas de ternura y humor que alivian el peso del relato, recordando que la vida, incluso en la vejez y la enfermedad, sigue hecha de instantes cómicos, absurdos o esperanzadores. Una oscilación entre lo trágico y lo ligero que evita el tono monocorde, aportando humanidad al conjunto.

Imagen de la película Maspalomas
© SSIFF

Por todo ello, Maspalomas se suma a esa corriente de obras que amplían el mapa de la representación LGTBIQ+ en el audiovisual español, pero lo hace desde un ángulo hasta ahora poco explorado: el de la vejez y la fragilidad. El del amor y el deseo en los márgenes de la vida. Y lo hace con la elegancia formal y la sensibilidad narrativa que han convertido a sus autores en referentes del cine vasco contemporáneo.

NOTA: ★★★★★

«MASPALOMAS» SE PROYECTA EN EL FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN Y SE ESTRENA EL 26 DE SEPTIEMBRE EN CINES.


TRÁILER:

PÓSTER:

Póster de la película Maspalomas
© BTeam Pictures

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Mario Hernández

Mario Hernández

Cinéfilo granadino de la generación del 98 (1998 más concretamente), amante del cine independiente y las grandes sagas. Entusiasta de una buena sesión de peli y manta y graduado en Economía por la Universidad de Granada (UGR) con nivel C1 de inglés. Ha realizado el curso de Crítica de Cine en la Escuela de Escritores de Madrid.

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