Crítica de ‘Tres Amigas’: Una tesis sobre el amor bajo la batuta del maestro Mouret.

El amor y el deseo son temas recurrentes desde que el cine lo es, y a lo largo de la historia encontramos ejemplos que han alcanzado la excelencia en torno a las relaciones sentimentales puestas a prueba por la duda emocional y la atracción física hacia un tercero ajeno a la pareja, como en el caso de la obra maestra de F.W. Murnau, Amanecer (1927), o Manhattan (1979), de un Woody Allen en cuya escuela podríamos emparentar temáticamente a Emmanuel Mouret, director de esta tragicómica Tres amigas, que llega ahora a las carteleras españolas.
Los enredos sentimentales y tropos amorosos entre varios personajes son la base de la filmografía de este cineasta marsellés nacido en 1970. La exploración de la aventura como punto de fuga de una relación sentimental estable pero estancada, las consecuencias y sentimientos que surgen de estas conexiones extramaritales y la gestión de las emociones por parte de sus personajes están presentes en toda su obra y alcanzan cotas cinematográficas altísimas en sus dos últimas producciones: Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (2020) y Crónica de un amor efímero (2022).

Mouret se ha convertido en un cineasta con voz propia y sus más de diez películas tienen unas señas de identidad formal y narrativa totalmente reconocibles. Y precisamente Tres amigas representa la depuración y progreso de su manera de hacer cine, así como su evolución temática al introducir, por primera vez, un elemento trágico en su trama.
El punto de partida de Tres amigas es la presentación de los tres personajes que dan nombre a la película. Joan es una profesora de instituto que ha perdido el amor por su marido, Victor, y le confiesa a su amiga, y compañera de trabajo, Alice, que no ser honesta con él le está causando mucho sufrimiento. Alice, en cambio, tiene una visión más cínica de las relaciones sentimentales e intenta convencer a Joan de que el amor es algo fútil y que la mejor manera de abordar una relación de pareja, como ella hace con la suya, Eric, es fingir que todo va bien aunque no esté enamorada. El tercer elemento de esta amistad es Rebecca, única soltera de las tres, que mantiene una aventura con la pareja de Alice. Joan decide ser fiel a sus principios y confiesa a Victor que ha dejado de amarle, algo que tendrá una repercusión trágica y será el motor que mueva la historia de estas tres amigas en adelante.

En primer lugar, la trama se cuenta a través de un narrador omnisciente que no es otro que Victor, el marido de Joan, que, mediante una voz en off extradiegética, reflexiona sobre los diferentes hechos que le ocurren a los personajes e incluso realiza un introspectivo análisis sobre el amor físico y el extracorpóreo, que sirve como complejo estudio sobre qué es realmente el amor, algo que supone el mayor interés emocional del film.
El guion, escrito por el propio Moret junto con Carmen Leroi, entrelaza las diferentes relaciones sentimentales de los protagonistas, a la vez que otorga al espectador información que los personajes desconocen, lo que genera una situación de interés por las diferentes reacciones de estos a los acontecimientos, mientras todo se apoya por unos ingeniosos diálogos, una cuidada puesta en escena y actuaciones de altura por parte de todo el reparto.
India Hair (Camille regresa) interpreta con precisión la vulnerabilidad, la culpa y el dolor de Joan, el personaje más honesto del trío amistoso, que completan Camille Cottin (La casa Gucci) como Alice, la amiga que cree entender que el amor es para ingenuos, y Sara Forestier (Los nombres del amor) como Rebecca, el personaje más inseguro, tanto personal como profesionalmente, que achaca ser constantemente un segundo plato al que acuden los demás. Destaca además, en el apartado masculino, Vincent Macaigne (Crónica de un amor efímero), habitual en las películas de Mouret, encarnando al personaje más cálido y vehículo narrador de Tres amigas, Victor, cuyo personaje en sí es una tesis sobre lo que es el amor.

Por encima de todo lo dicho hasta ahora –que ya es de gran nivel–, el verdadero nombre propio de esta película es el de Emmanuel Mouret. Esta historia, que en manos de cualquier otro autor podría haberse quedado en un mero entretenimiento de sobremesa, alcanza cotas cinematográficas altísimas gracias a la ejecución del lenguaje cinematográfico de su director.
Pese a que todo el metraje está lleno de diálogos, es la composición del plano, la elección del encuadre y el montaje interno de las acciones que realizan los personajes lo que transmite toda la información expresiva y narrativa al espectador. La cámara no es un mero testigo ajeno a lo que está ocurriendo, sino que son los hechos que están aconteciendo los que orgánicamente invitan a su movimiento o quietud.
De esta forma, los personajes están situados en el encuadre según sus sentimientos y relaciones personales. Los movimientos son seguidos con precisión por el pulso de Mouret en largas tomas llenas de información visual y elegancia cinética, en las que un personaje puede ser evasivo de su par o, incluso, desaparecer del plano a la vez que verbaliza una mentira o un sentimiento contrario. Igualmente, como ya ocurría en sus anteriores películas –aunque con más pulso y menos brusquedad que en alguna de ellas–, Mouret retoma el uso de los travellings de acercamiento y alejamiento a primeros planos de los actores para remarcar un sentimiento, introducir un flashback o evocar el impacto que una noticia produce en cualquier protagonista.

También los decorados y elementos de atrezo se convierten en obstáculos o impulsos dentro de las dinámicas entre personajes, e incluso como recurso de anticipación de lo que ocurrirá más adelante. En este sentido, el espectador dispone de pistas visuales sobre si una relación entre dos personajes será fructífera o no, basándose en señales como una puerta cerrada/abierta, una lámpara apagada/encendida o un fondo completamente despejado/cubierto de elementos decorativos.
En esta línea, los objetos dejan de ser mero material inerte para convertirse en elementos orgánicos y ser vehículos de información emocional o expresiva. A modo de ilustración, en un momento determinado, el director abandona el plano conjunto de los personajes para dirigir la mirada del público hacia el detalle de un vaso irrealmente iluminado, que retrotrae –al menos para quien esto escribe– a la famosa escena donde Cary Grant porta un vaso de leche iluminado en Sospecha (1941), de Alfred Hitchcock, y que adelanta información de las consecuencias para uno de los protagonistas; o, en otro instante, los travellings de acercamiento a un móvil que suena y genera el interés de conocer la noticia que recibirá otro de los protagonistas.
A todos estos elementos visuales, Mouret incorpora la edición de sonido para aportar aún más información y transmitir al espectador los sentimientos que abordan a los personajes más allá de lo que están viendo en pantalla. El uso de los aspectos atmosféricos, por ejemplo, se hace presente cuando la incertidumbre o la duda se cierne sobre alguno de ellos, como ocurre en una escena clave con la lluvia y el viento.
En una película repleta de puntos fuertes, quizá sea la inverosimilitud de algunas conveniencias de guion lo que pueda sacar a algún espectador de las diferentes tramas que se entrelazan y acaben causando un interés mayor por unas que por otras.


En definitiva, Emmanuel Mouret evoca a Billy Wilder y Woody Allen para aligerar la trascendencia y el peso del desamor, la pérdida y el dolor de las relaciones personales, estrenando una de las mejores películas que han llevado su nombre a las carteleras de nuestro país este año. Tres amigas no es solo una película para los amantes de la comedia de enredo, sino también para todo aficionado al gran cine y para aquel que mire más allá de la historia que un autor está contando: el cómo lo cuenta.
NOTA: ★★★★½
«TRES AMIGAS», YA EN CINES.
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