Crítica de ‘Una Ballena’: Fantasía lovecraftiana en Euskadi.

A los espectadores más fieles y habituales del cine español de bajo presupuesto, el nombre de Pablo Hernando les provocará fascinación. El cineasta vasco ha hecho de director, guionista, director de fotografía, montador, productor y ayudante de dirección para películas como Diamond Flash, de Carlos Vermut, Inmotep, de Julián Génisson, o la alucinante Berserker, su mejor largometraje en solitario. Su cine representa dos cosas: el interés de los cineastas españoles por hacer cine de género y las dificultades para producirlo con presupuestos acordes a sus pretensiones. La filmografía de Hernando ha estado siempre ligada al género. Cabás es un thriller psicológico. Berserker, un noir posmoderno. Y ahora, Una ballena, su película con más medios hasta la fecha (casi 3 millones de euros) combina el cine polar francés con la fantasía lovecraftiana.
La historia se ambienta en un País Vasco reconocible en plano general y extraño en primer plano. Las mafias del puerto no comercian con armas ni drogas, sino con extrañas criaturas marinas. La comida parece escasear, así como la moral de los habitantes de esta región. En una guerra por el control de este área comercial, iniciada por Melville (Ramón Barea), un veterano traficante de actitud apacible, Ingrid (Ingrid García Johnson) se convierte en una figura fundamental. Ella es una asesina a sueldo con gran habilidad para infiltrarse y desaparecer. Su pasado y naturaleza son todo un misterio, pero sabemos que tiene una conexión con esas criaturas marinas y su mundo.

En el extenso océano de referencias que maneja su director, Una ballena se mueve entre la frialdad y soledad de El silencio de un hombre y el terreno fantástico de títulos como The Empty Man o Underwater. Ingrid refleja perfectamente el puro estilo del cine de Melville. Tanto en su interpretación (de una presencia tan marciana que luce deshumanizada, robótica, bressoniana) como en los espacios en los que habita, frívolos y lánguidos. El género fantástico se abre paso de dos maneras: una sutil (Ingrid evitando los lugares oscuros por miedo a las criaturas que la acechan, o cada vez que segrega un líquido blanco de la cabeza) y otra mucho más clara (momentos de abstracción en los que Ingrid camina por el fondo del océano).
La atmósfera es tan protagonista como la propia Ingrid, acogiendo tanto lo terrenal como lo submarino bajo la misma pátina fría y húmeda. Pablo Hernando confía mucho en su estética, tanto visual (espectacular fotografía de Sara Gallego) como sonora (inmersivo diseño sonoro de Andrea Sáenz Pereiro y la música de Izaskun González). Así, hace de su película una experiencia sensorial de lo más estimulante, que no busca tanto el impacto como la sugestión. Aunque el guion se antoje algo tópico y poco original en el desarrollo de la acción, la dirección está llena de recursos fascinantes. Un disparo no es solo un disparo, sino una cámara lenta que acompaña un desenfoque en movimiento con un agonizante silencio.

El estilo de Pablo Hernando, aquí y no en el resto de su filmografía, es particularmente críptico. Tanto que, en ocasiones, actúa como arma de doble filo. Esconde inteligentemente las motivaciones de sus personajes, incitando al espectador a resolver los puzles que plantea. También, dosifica la información a cuentagotas, haciendo que el diálogo sea mínimo y lo menos expositivo posible. Los momentos de mayor diálogo son siempre protagonizados por Melville, quien comparte con sus clientes y compañeros reflexiones con cierta poética en sus palabras. Todo lo contrario a Ingrid, cuya relación más cercana es con Jonás (Kepa Errasti), un hombre que conoce en la playa y que le recuerda a alguien de su pasado.
El doble filo actúa cuando este minimalismo narrativo es tan esquivo que deja a la historia en la antesala de algo mucho mayor y más interesante. No permite apreciar los detalles que componen su mundo y mitología, quedando muy en segundo plano. No permite al thriller ir más allá de su tan común historia y desenlace. Está tan enfocada en lo formal que los temas que emanan del guion (la búsqueda de humanidad y la presión que el trabajo por cuenta ajena ejerce sobre el individuo) acaban reducidos y simplificados.

En definitiva, Una ballena es una atípica y muy estimulante película de género en el panorama cinematográfico actual en España, a pesar de sus carencias en la escritura. Si este es el camino que va a tomar Pablo Hernando como cineasta, es más que bienvenido. Y si no, también.
NOTA: ★★★★☆
«UNA BALLENA», ESTRENO MAÑANA EN CINES.
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- Crítica de ‘Una Ballena’: Fantasía lovecraftiana en Euskadi. - marzo 27, 2025