CRÍTICA (28FestivalMálaga): «Una Quinta Portuguesa»
Un tentativo baile entre la soledad compartida y un nuevo comienzo.

Algunas películas apuestan por resaltar su escenografía como personajes esenciales para su historia, elevándolos de la mera categoría de localizaciones. A la mente me vienen películas como Call me by your name, donde el pintoresco paraje rural italiano se convierte en un testigo silencioso de un intenso romance veraniego, o El piano de Jane Campion, en el que la directora refleja en el crudo y salvaje paisaje de Nueva Zelandia la pasión y represión de sus personajes.
Para Una quinta portuguesa, Avelina Prat (Vasil) decide seguir esta tradición, convirtiendo una quinta –un tipo de finca típica de Portugal– en un santuario emocional. Un lugar en el que el duelo, la identidad y la conexión humana se entrelazan. Con una cuidadosa puesta en escena que evoca al Almodóvar más íntimo, un guion que habla a través de sus silencios y unas actuaciones tan contenidas que parecen flotar a través del tranquilo paraje hogareño, Avelina aporta a Una quinta portuguesa una belleza y delicadeza que rara vez se tiene la suerte de poder presenciar en la gran pantalla.

Como ya adelantábamos, la quinta no se limita a ser un mero lugar en el que se desarrolla la película: es un reflejo de los mundos interiores de sus protagonistas. Los lustrosos jardines, el calor hogareño de la residencia y el penetrante verdor del paisaje contrasta con el peso del abandono que sufre Fernando (Manolo Solo). Un paraíso que le ofrece un refugio familiar, pero extrañamente confortable. En este sentido, la fotografía de Santiago Racaj (Verano 1993) revela dicho contraste a través de una paleta de vívidos colores que, sin llegar a saturar, envuelve al espectador en una sensación de belleza melancólica. Avelina, al igual que Almodóvar en La voz humana o Hable con ella, usa el color no como decoración, sino como un guía emocional, transformando así cada plano en una pintura que palpita con vida incluso en los momentos más silenciosos.
Hay una exquisita lentitud en cómo la cámara se mueve a través de la quinta, capturando el delicado contraste de luces y sombras, la belleza de las hojas marchitas y la tranquilidad de la noche. El lugar funciona tanto como un recuerdo de la herida abierta de Fernando como su bálsamo de donación. Un íntimo espacio en el que refugiarse de manera anónima. Al adoptar la identidad de un recientemente fallecido jardinero, sale de sí mismo, perdiendo y, probablemente, redescubriéndose en el proceso.
Un proceso recogido en el guion de Una quinta portuguesa al que la propia Avelina imbuye de una prosa novelística que evita apoyarse en grandes gesticulaciones o emociones sobreexplicadas. En vez de eso, fluye con el ritmo de la quinta, dejando que sean las miradas, las pausas y las frases expresadas a medias las que revelen lo que se esconde bajo la superficie. Y es que hay cierta poesía en la forma en la que Fernando interactúa con la dueña de la quinta (María de Medeiros). Un tentativo baile entre la verdad y el desapego. Entre la soledad compartida y un nuevo comienzo.

Los diálogos son escasos pero precisos, estando cada palabra medida al detalle, resonando en el silencio entre personajes. Un enfoque que recuerda al delicado minimalismo narrativo de directores como Hirokazu Kore-eda (Still Walking), donde lo que no se dice posee más peso que lo que sí se verbaliza. Algo que se aprecia en cómo Una quinta portuguesa no trata de acelerar la explicación detrás de la pesadumbre de Fernando y los motivos que la provocaron, simplemente le deja vivir en la quinta, permitiendo a la audiencia observar su transformación sin imponer una estructura narrativa rígida.
Un Fernando al que da vida Manolo Solo (13 monedas) con una remarcable contención. Un retrato dibujado con una sutil devastación, en el que no se aprecia ninguna brusquedad melodramática o confesión teatral, sino un simple duelo servido en cada escena. En cada sorbo de vino o momento en el que duda antes de responder una pregunta, afianzando una interpretación que entiende el abandono no como una explosión brusca, sino como una erosión que lo va consumiendo poco a poco. E igual de irresistible resulta la interpretación de María de Medeiros (Pulp Fiction), cuyo personaje construye una relación con Fernando a través de un entendimiento en el que no se requieren palabras.

Por todo ello, Una quinta portuguesa es una película que no trata de imponerse al espectador, sino invitarlo a la propia quinta. Al igual que Fernando es sumergido en el sereno abrazo de la quinta, el espectador presencia una película de espacios –a nivel físico, emocional y metafórico–, donde la ausencia habla más que la presencia y donde un hombre hundido por el abandono encuentra el permiso para descansar. Una historia profundamente íntima que demuestra que el cine no necesita gritar para dejar una huella en el espectador.
NOTA: ★★★★★
«UNA QUINTA PORTUGUESA», ESTRENO EN CINES EL 9 DE MAYO.
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