Crítica de la serie ‘Mariliendre’: El camp al servicio del alma.

Desde que irrumpieron en el panorama audiovisual español con La llamada, Los Javis –Javier Ambrossi y Javier Calvo– han demostrado que el melodrama pop, la comedia emocional y la reivindicación queer pueden convivir en perfecta armonía. Convertidos en una de las duplas creativas más influyentes de la televisión española, Los Javis han hecho de la vulnerabilidad una bandera, y del artificio, una virtud. Su firma está asociada a proyectos capaces de unir lo íntimo con lo colectivo; lo marginal con lo mainstream. Y todo con una sensibilidad única capaz de capturar el alma de una generación entera. En Mariliendre, producida por su compañía Suma Content y dirigida por Javier Ferreiro (Sour Candy), dan un paso más allá al apadrinar la que es ya la primera gran serie musical española.
Y es que, Mariliendre es un estallido emocional y visual que se mueve entre el homenaje, la reconciliación y el (auto)descubrimiento. Con Meri Román (interpretada con una mezcla desgarradora de fragilidad y carisma por Blanca Martínez), una antigua diva underground de la noche gay madrileña, como protagonista, la serie nos sumerge diez años después de la época dorada de Meri, quien se ha visto absorbida por una vida anodina, lejos de los focos y de aquellos vínculos que definieron quién fue. La muerte de su padre le obliga a regresar, no solo al hogar familiar, sino también a ese yo del pasado que creía haber enterrado. Y con ella, regresan sus amigos, sus miedos, sus coreografías y su música.

Si algo eleva Mariliendre a una categoría especial es su faceta musical. Tratados no como adornos, sino como un lenguaje narrativo en sí mismos, cada número musical enriquece la historia, empujándola hacia delante mientras la rompe y la reconstruye. Desde hits icónicos del pop español –Chenoa, Sonia y Selena, OBK– hasta composiciones originales, las canciones no ilustran emociones: las encarnan. Las letras son extensiones del guion; y las melodías, atajos hacia lo más profundo del corazón del personaje. Aquí la nostalgia no se vende como souvenir, sino que se coreografía. Se respira. Se suda.
Las coreografías son otro de los grandes estandartes de la serie. De carácter orgánico y enérgico, éstas están perfectamente integradas en el flujo dramático. No hay en Mariliendre una sola secuencia de baile que no esté empapada de intención. No se baila por lucimiento, se baila porque no hay otra forma de decir lo que se siente. Y en esa apuesta total por el movimiento como expresión de lo reprimido, lo deseado o lo perdido, es donde la serie encuentra algo profundamente liberador. Porque las escenas musicales no interrumpen la acción: la iluminan.
Algo que se ve potenciado por la dirección artística, la cual es capaz de acompañar esta energía con un despliegue visual tan saturado como significativo. Con una paleta donde predominan los colores chillones, las luces de neón, las texturas kitsch,y una cámara que a menudo baila con los personajes, se crea un universo que sitúa al espectador entre la verbena emocional y el videoclip sentimental. Es el camp al servicio del alma. La estética al servicio de la catarsis.
Es por ello por lo que podríamos considerar que Mariliendre es un festín a nivel visual. Con escenas que parecen sacadas de un club de Chueca en 2009, y otras que evocan el realismo mágico de Pedro Almodóvar (La habitación de al lado) o el artificio sentimental de Baz Luhrmann (Moulin Rouge!), todo está impregnado de un exceso estético que, lejos de distraer, potencia lo que se cuenta –el artificio al servicio de lo emocional–.

A nivel interpretativo, la selección del elenco no podía haber sido más acertada. Blanca Martínez brilla como epicentro emocional del relato, equilibrando el cinismo de su personaje con la ternura del pasado añorado. A su lado, rostros como Omar Ayuso (Élite), el cantante Martín Urrutia en su debut en la actuación, Carlos González (Maricón perdido) o Yenesi aportan frescura, carisma y un dominio escénico que se despliega tanto en la actuación como en lo musical. Cada personaje está escrito con humanidad, alejándose de cualquier tipo de estereotipo. En este sentido, el guion les da espacio para ser complejos, contradictorios y, sobre todo, entrañables.
Realmente, más allá de lo estético y lo musical, Mariliendre es una reflexión sobre el tiempo, la amistad queer, el duelo por la identidad perdida y la capacidad de volver a empezar cuando todo parece haberse apagado. En ese sentido, se asemeja bastante a las mejores obras de Los Javis: aquellas que saben mirar el dolor sin cinismo y la felicidad sin ingenuidad. Algo que se deja entrever tan solo con el título de la serie.
Rescatar el término “mariliendre”, históricamente cargado de connotaciones ambiguas, para convertirlo en bandera emocional de una comunidad es, sin duda, toda una declaración de intenciones. La serie no solo celebra a esas mujeres que fueron apoyo incondicional del colectivo LGTBIQ+, sino que amplía el concepto para hablar de todas aquellas personas que, alguna vez, encontraron en la noche y en la música un lugar donde poder ser realmente ellas mismas.

Por todo ello, Mariliendre demuestra (una vez más) la capacidad por parte de Los Javis de enseñarnos que la emoción no está reñida con el espectáculo, que lo kitsch puede ser profundo y que el pop puede contar las historias más íntimas. En un tiempo donde la ficción busca constantemente la fórmula perfecta para conectar con el público, ellos nos recuerdan que, a veces, lo único que hace falta es una canción que nos haga llorar… y luego bailar.
NOTA: ★★★★★
«MARILIENDRE», ESTRENO MAÑANA EN CINES SELECCIONADOS Y EL DOMINGO EN ATRESPLAYER.
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