CRÍTICA (72SSIFF): “Megalópolis”
Una experiencia única e irrepetible.
Sin duda, la Megalópolis de Francis Ford Coppola es algo completamente diferente a lo que el director nos ha tenido acostumbrados. El legado del director, con cintas como El Padrino o Apocalypse Now, está firmemente enraizado en la tradición, las narrativas lideradas por los protagonistas, y que como norma general examinan el lado oscuro del poder, la corrupción, y la familia. Sin embargo, con Megalópolis, rompe con el molde para ofrecer con una visualidad repleta de lujosidad una ambiciosa fábula filosófica que atenta con cambiar las convenciones, no solo establecidas por su filmografía, sino por la industria cinematográfica en su conjunto.
Ambientada en un imaginativo y moderno Estados Unidos, Megalópolis nos lleva a la ciudad ficticia de Nueva Roma, un lugar en el que la ideología de dos titanes se ven enfrentadas. Un choque entre César Catilina (Adam Driver), un artista visionario; y el alcalde Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito), un político anclado en los antiguos tiempos, que sirve como columna vertebral de la película. Un conflicto épico que se nutre de la grandilocuencia de la historia de la Antigua Roma, pero con una temática distópicamente actual, en la que las visiones utópicas se topan con la enraizada fuerza de la codicia y la política. En el centro de estos dos personajes, se encuentra Julia Cicero (Nathalie Emmanuel), la hija del alcalde, y cuyo amor por César hace tambalear su lealtad a su padre. A través de este conflictivo triángulo, junto con una ristra de personajes que personifican lo peor de la sociedad actual, la película se embarca en una profunda exploración de la identidad humana, el poder, y la corrupción moral.
Mientras que en la filmografía previa de Coppola se suelen encontrar obras que giran en torno al intimismo y las actuaciones quirúrgicamente dirigidas, Megalópolis es un intrépido cambio de paradigma. En la cinta, los personajes son más arquetipos sometidos a la grandilocuencia de la película que humanos. Este cambio del drama personal a una narrativa más filosófica es uno de las mayores divergencias de la cinta con respecto al pasado del director, sugiriendo que Coppola ya no está interesado en el mero conflicto personal, sino que más bien busca explorar cuestiones metafísicas generales sobre hacia dónde nos dirigimos como sociedad. Y para ello, Coppola se vale de una extravagancia visual nunca antes vista en él.
Desde los majestuosos rascacielos combinados con edificaciones que recuerdan a la arquitectura romana hasta el futurista paisaje urbano bañado en neón, la película es un festín (dorado) para la vista. Sin embargo, este derroche es también su ruina, pues la obsesión de Coppola con la opulencia visual lo coloca en una irónica situación: donde la película crítica el exceso del mundo moderno, este es en ocasiones halagado en la extremada extravagancia con la que se representa. La meticulosa creación del mundo de Megalópolis es tan sobrecogedora en algunos momentos que amenaza con ensombrecer el trasfondo temático de la cinta, llevando al confuso espectador a desconectar con el core filosófico de la misma. Un claro ejemplo donde la forma sabotea al fondo.
En este sentido, la visión de Coppola sobre Nueva Roma es tan majestuosa como simbólica, con Catalina representando el albor de un futuro utópico y Cicero abrazando las fuerzas de corrupción e interés personal. Como artista, Catalina ve más allá del presente, entreviendo un mundo donde la humanidad trascienda de los instintos más básicos. Cicero, por su parte, es el defensor del status quo. Una oposición entre lo idílico y el retroceso sobre el que gira la cinta, suscitando preguntas sobre la naturaleza del progreso y la condición humana.
Una ambición, la de Megalópolis, que se refleja en las interpretaciones. A pesar del peso emocional intrínseco de los personajes, el elenco general parece sufrir bajo la dirección de Coppola, dando como resultado interpretaciones que se sienten rígidas y desacopladas. Julia Cicero, situada entre el amor y la lealtad, debería de construirse como ancla emocional de Megalópolis, pero, sin embargo, se erige como una figura abstracta, un símbolo de división más que un personaje realizado. Cesar Catilina y Cicero, siendo ideológicamente fascinantes, se sienten como piezas de ajedrez y no como seres humanos. Una falta emocional que niega a la cinta la posibilidad de conectar a nivel visceral con el espectador, dejando su apasionada filosofía a la deriva, pero cohesionando muy bien con la intencionalidad formal del director. Lo que en cualquier otro enfoque cinematográfico se vería como una desventaja para la transmisión del mensaje final, en Megalópolis se siente como un acto deliberado por parte de su director a la hora de mostrar el enfoque que quiere darle a su fábula. Pese a los riesgos y desventajas que esto supone, el rigor de Coppola hacia su intencionalidad es encomiable, haciéndose notar en cada escena.
En ese sentido, Megalópolis se entiende como una experiencia única e irrepetible. Coppola, en el ocaso de su carrera, ha volcado su corazón y su alma en este proyecto, creando una película que es tanto un alegato personal como un experimento cinematográfico. Una petición por un futuro en el que se trascienda de la disputa mezquina y codiciosa del presente. Una visión de hacia dónde la humanidad podría dirigirse si soñásemos a lo grande.
En Megalópolis, Coppola arremete contra las limitaciones de lo cinematográfico, combinando la grandilocuencia visual con la compleja reflexión filosófica. Sin embargo, lo hace ocasionando una pregunta esencial: ¿deberían las películas crearse pensando en el espectador, o en el autor que les da vida? La película de Coppola, a pesar de su ambición, se siente más como una experiencia cerebral que una conexión emocional con el espectador. Si bien es cierto que es innegable que el cine puede, y debe, explorar profundas ideas, existe un delicado balance entre la búsqueda intelectual y la resonancia emocional. En Megalópolis, ese balance está completamente descompensado, provocando que el espectador potencial quiera encontrar una conexión emocional más fuerte de la que Coppola le entrega. Sea como sea, el paso del tiempo conseguirá responder la pregunta que muchos se plantearán al ver Megalópolis: ¿puede una película realmente triunfar si se prioriza el discurso intelectual sobre el elemento visceral humano que define la eternidad del cine? Yo digo: no.
NOTA: ★★★☆☆
“MEGALÓPOLIS”, ESTRENO EL 27 DE SEPTIEMBRE EN CINES.
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