CRÍTICA: «Presence»
El fantasma de Schrödinger.

El género cinematográfico de casas de fantasmas se ha nutrido de innumerables títulos a lo largo de la historia. Títulos que, a su vez, bebían de novelas góticas al más puro estilo de, por ejemplo, la Otra vuelta de tuerca de Henry James. Son tantas las referencias que a día de hoy resulta bastante improbable mostrarse original o dar una nueva perspectiva a tan manoseado material. Sin embargo, desde hace algunos años vemos algunos acercamientos al género fantastique con una vocación más realista o «factible». Una especie de híbrido entre el terror puro y el drama familiar con traumas incluidos. Véase, sin ir más lejos, A Ghost Story, de David Lowery. Y es que, en este caso, el experimentado Steven Soderbergh (Sexo, mentiras y cintas de vídeo) decide adentrarse en terreno desconocido en su carrera para contar una historia de heridas emocionales en el seno familiar y sus consecuencias en el más allá –y el más acá–.
Presence –por cierto, un magnífico título que resume a la perfección la esencia de la película y del que sorprende que nunca haya sido utilizado en la historia del género espectral– cuenta la historia, cargada de tristeza de una familia, encabezada por los personajes de Lucy Liu (Red One) y Chris Sullivan (This Is Us), que se muda a una nueva casa, hermosa y fría, en la que vivirán una serie de sucesos paranormales. Hasta aquí, lugares comunes del subgénero que poco a poco se van deshaciendo en favor de un constante y original POV fantasmal, merced a una preciosa y flotante cámara desde el punto de vista del espíritu en cuestión, que se convierte en el verdadero protagonista de la historia.

Este planteamiento, este constante juego del punto de vista, nos podría resonar como una evolución –de tremendo virtuosismo tecnológico y creativo–, más de 25 años después de El proyecto de la Bruja de Blair, donde se incluye una familia desestructurada, un fantasma voyeur y una especie de minimalismo frío que esconde un trasfondo mucho mayor de lo que podría parecer a simple vista. No hay grandes efectos especiales –o al menos muy «aparentes»–, no hay «jumpscares» de los que te dejan sordo, ni subrayados de guion e incluso, por momentos, hay pequeños baches de ritmo dentro de esta arriesgada propuesta. Pero el caso es que funciona, y muy bien.

Porque Soderbergh es un director tremendamente inteligente, que sabe lo que hace con cada movimiento de cámara, con cada decisión de encuadre o con cada fundido en negro. El guion del experimentadísimo David Koepp (guionista de cabecera de un tal Spielberg, por ejemplo), preciso y sutil como un mecanismo de relojería, no deja cabos sueltos. Los acordes del piano melancólico, e inquietante a la vez, de Zack Ryan (Círculo cerrado), que evocan a Philip Glass, aportan ese aire de tristeza a la banda sonora que inunda todo el metraje de la cinta.

En conclusión, Presence es una película que parece pequeña o poco importante en su ajustado metraje y su aparente falta de pretensiones, pero que vendría a ser algo así como el reflejo desvirtuado de una familia desgarrada en un espejo maldito. Una de esas películas que, tras su sorprendente giro final –y ya es difícil sorprender hoy en día–, nos deja pensando en ella durante horas, tal vez días, a poco que seamos inquietos y curiosos. Y es que el cine, el buen cine, debe tener esa capacidad: la de alterar durante un tiempo nuestra visión misma de la realidad que nos rodea, la de hacernos preguntas existenciales como, por ejemplo, –y sin ánimo de hacer spoilers evidentes–: ¿Qué relación guarda el fantasma presencial de la película de Soderbergh con el célebre experimento mental del Gato de Schrödinger? Quien tenga un ápice de curiosidad, que vea la película primero e investigue después.
NOTA: ★★★★☆
«PRESENCE», YA EN CINES.
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