Crítica de la serie ‘Smoke’: Cuando el fuego del true crime no siempre alcanza para avivar una gran serie.

En la última década, los pódcast de true crime se han convertido en una de las formas más adictivas de entretenimiento narrativo. Serial, con su investigación sobre el asesinato de Hae Min Lee, cambió para siempre el modo en que se consume el periodismo narrativo y desde entonces, títulos como Criminal, Dr. Death, My Favorite Murder o el exitoso Firebug (en el que se basa esta Smoke) han elevado la popularidad del formato hasta influir directamente en el cine y las series de televisión.
Y es que la simbiosis es clara: Dirty John pasó del audio a la imagen gracias a Netflix; The Dropout, basada en el podcast homónimo sobre Elizabeth Holmes, triunfó de la mano de Amanda Seyfried; y Apple TV+ también se ha subido a esta ola con títulos como The Shrink Next Door o esta nueva y ambiciosa Smoke, protagonizada por Taron Egerton (Equipaje de mano) y Jurnee Smollett (The Order) como un investigador de incendios provocados y una detective, respectivamente, que siguen la pista de dos pirómanos en serie.

Como decíamos al principio, Smoke parte de una historia real recogida en el pódcast Firebug, adaptando el material original a la ficción con una faceta técnica envidiable, un reparto comprometido y una atmósfera marcada por el humo denso de la culpa y el trauma. Sin embargo, lo que prometía ser un thriller de combustión lenta termina por quedarse, en demasiadas ocasiones, en una brasa que apenas chispea.
Desde sus primeras secuencias, Smoke despliega un arsenal visual que impresiona. Las llamas no solo arden, sino que devoran, escupen y rugen con una coreografía hipnótica. El fuego es aquí un personaje más, omnipresente, capaz de desatar el caos más absoluto y, al mismo tiempo, ejercer una atracción fatal sobre quien lo contempla. La dirección de Joe Chappelle (Encerrado con el diablo), Jim McKay (Better Call Saul) Kari Skogland (El cuento de la criada) consigue capturar la violencia de estos incendios con una belleza casi mórbida, gracias a una fotografía que contrasta el fulgor naranja con las sombras profundas de la noche. Cada secuencia donde el fuego cobra protagonismo se convierte en un ejercicio inmaculado de tensión estética: en algo espectacular, destructivo y envolvente.

A nivel interpretativo, el dúo protagonista sostiene la narrativa con solidez, aunque el guion no siempre esté a la altura. Taron Egerton, en un giro de registro absoluto, se despoja del carisma juguetón de Kingsman o del histrionismo de Rocketman para construir un personaje opaco, torturado y de mirada turbia y voz cansada. Su Dave Gudsen no busca simpatía, sino comprensión, y Egerton logra transitar esa línea con una contención poderosa. Jurnee Smollett, como la detective Calderone, le ofrece un contrapunto más directo, más emocional, capaz de equilibrar el registro interpretativo de la serie. Juntos generan una tensión subterránea, un entendimiento forjado en la desconfianza, que acaba siendo uno de los grandes logros de Smoke, siendo la química entre ambos actores la encargada de sostener los momentos más flojos de la serie.
Porque si Smoke quiere ser un thriller psicológico, un retrato de obsesión y trauma, a menudo se pierde en un ritmo excesivamente pausado. La serie se toma demasiado en serio su tono sombrío y su mirada introspectiva, lo cual no sería problemático si el guion supiera prender la mecha adecuada. Sin embargo, en muchos momentos, Smoke se siente más preocupada por ser atmosférica que por ser efectiva. La tensión que debería ir creciendo a lo largo de los episodios a menudo se disipa entre silencios prolongados, miradas cargadas de subtexto que no llegan a revelarse y una estructura narrativa que ralentiza lo que debería acelerarse. El resultado es una serie que, si bien empieza con fuerza, va perdiendo empuje hasta apagarse parcialmente en su tramo medio.
Dicho guion, escrito por el propio Dennis Lehane –maestro del noir literario y responsable de libretos de series como The Wire o Mystic River–, cae aquí en varios clichés del género. En la serie, tenemos a un protagonista roto por un pasado inconfesable, a una detective que duda de todo y de todos, la figura del mentor ambiguo, las pistas falsas, los informes escondidos, las llamadas nocturnas, etc. Todo recuerda a un catálogo de arquetipos del cine negro, reciclados sin demasiada innovación. Y, sin embargo, hay momentos donde la serie brilla pese a todo: los diálogos entre Egerton y Smollett están llenos de tensión latente: las confesiones susurradas en mitad de un incendio o la carga simbólica de los objetos quemados son destellos que demuestran que Smoke tenía potencial para ser mucho más que una elegante adaptación de un podcast de moda.
Y, precisamente, lo más interesante de Smoke es ver cómo se traslada el fenómeno del true crime sonoro al formato audiovisual. En el pódcast original, lo más impactante era la voz del propio pirómano en sus cartas y sus narraciones. Smoke intenta replicar esa sensación de incomodidad y atracción, de familiaridad con el monstruo, pero lo hace desde la distancia, desde una estilización que a veces enfría el impacto. Y ahí está quizá su mayor contradicción: está tan obsesionada con la belleza de la destrucción que, en ocasiones, olvida el horror que late detrás del fuego.

Por todo ello, Smoke es una serie visualmente poderosa, con dos grandes interpretaciones y una puesta en escena impecable. Pero también es una ficción que no siempre encuentra el equilibrio entre estilo y sustancia; entre lo que quiere ser y lo que finalmente logra. Es un nuevo ejemplo de cómo el true crime sigue alimentando nuestras ficciones, pero también una advertencia: a veces, por más fuego que haya en pantalla, la chispa narrativa simplemente no prende.
NOTA: ★★★☆☆
«SMOKE», ESTRENO MAÑANA EN APPLE TV+.
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